Pericles y los demagogos
Todo sigue igual. Leo a Antonio Blanco, quien fue miembro de la Real Academia de la Historia:
Cuando Pericles vino al mundo, allá por el año 492 a. C., el Ática, su patria, llevaba casi dos decenios de vida democrática. Entonces se decía más bien isonomía, un nombre mucho más apropiado, es decir, la igualdad de los ciudadanos ante la ley. Atenas se había dado un régimen de gobierno basado en la soberanía popular, un gobierno que con sólo dos breves interrupciones había de durar cerca de dos siglos, desde 508 a 322 a. C.
Con la altura de miras propia de un gobernante ilustrado, Pericles y su amante, Aspasia, la célebre intelectual y cortesana oriunda de Mileto, se rodeó de un círculo de intelectuales y artistas entre los que no faltó Damón, el primer teorizante de la métrica y de la música; Mnesicles, Ictino y Calicrates, arquitectos; Fidias y la pléyade de sus discípulos y colaboradores, Esquilo, Sófocles, Eurípides y Aristófanes, dramaturgos; Antifón, el orador y logógrafo; Polignoto, el muralista, y Policleto; el escultor; Zenón, Anaxágoras, Gorgias y Sócrates, filósofos y maestros de la juventud. Pericles, refinado en sus gustos y muy culto en su educación, tuvo la habilidad de enmendar los errores y la necedad de su pueblo y de sus colegas de gobierno (como bien cuenta Plutarco, en su Vida de Pericles, II, 4), y la serenidad y la ponderación de sus discursos, siempre elevados y exentos de grosería.
El aquellos tiempos, el órgano supremo del gobierno era la Ekklesía, es decir, la asamblea de los ciudadanos varones, mayores de edad y registrados en el censo. Su número llegó a ascender a unos 50 000, si bien el de asistentes habituales a la Ekklesía rara vez alcanzaba los 4000.
Y es que, en vísperas de la guerra del Peloponeso, surge en Atenas un tipo de político del que Aristófanes dibuja una caricatura estupenda: el demagogo. Hombre que arrastra a la Ekklesía con una oratoria violenta, agresiva y descarnada. Movido por su oratoria y a sus planteamientos errados, el pueblo se vio abocado al fracaso. La mayoría de los ciudadanos del Ática, y precisamente los de espíritu más conservador, se abstenía de asistir regularmente a las sesiones de la Ekklesía, por lo que las decisiones las tomaban los elementos más radicales de la población. Pericles logró convencerlos muchas veces pero no siempre.
El demagogo nunca había desempeñado ni estaba llamado a desempeñar un cargo con responsabilidades de gobierno. Su única función era la de criticar sistemáticamente las medidas que se tomaban o se proponían a la asamblea del pueblo, no la de ofrecer soluciones alternativas.
Los políticos de oficio atizaban este fuego, halagando a la masa sugiriendo que el pueblo llano sabría gestionan los asuntos de Estado mucho mejor que la clase conservadora, culta e inteligente quizá, pero ajena a los problemas reales y carentes de sentido práctico.
Los atenienses terminaron adquiriendo una cierta aversión a estos demagogos. Nosotros, hoy, seguimos con la tarea pendiente.
Cuando Pericles vino al mundo, allá por el año 492 a. C., el Ática, su patria, llevaba casi dos decenios de vida democrática. Entonces se decía más bien isonomía, un nombre mucho más apropiado, es decir, la igualdad de los ciudadanos ante la ley. Atenas se había dado un régimen de gobierno basado en la soberanía popular, un gobierno que con sólo dos breves interrupciones había de durar cerca de dos siglos, desde 508 a 322 a. C.
Con la altura de miras propia de un gobernante ilustrado, Pericles y su amante, Aspasia, la célebre intelectual y cortesana oriunda de Mileto, se rodeó de un círculo de intelectuales y artistas entre los que no faltó Damón, el primer teorizante de la métrica y de la música; Mnesicles, Ictino y Calicrates, arquitectos; Fidias y la pléyade de sus discípulos y colaboradores, Esquilo, Sófocles, Eurípides y Aristófanes, dramaturgos; Antifón, el orador y logógrafo; Polignoto, el muralista, y Policleto; el escultor; Zenón, Anaxágoras, Gorgias y Sócrates, filósofos y maestros de la juventud. Pericles, refinado en sus gustos y muy culto en su educación, tuvo la habilidad de enmendar los errores y la necedad de su pueblo y de sus colegas de gobierno (como bien cuenta Plutarco, en su Vida de Pericles, II, 4), y la serenidad y la ponderación de sus discursos, siempre elevados y exentos de grosería.
El aquellos tiempos, el órgano supremo del gobierno era la Ekklesía, es decir, la asamblea de los ciudadanos varones, mayores de edad y registrados en el censo. Su número llegó a ascender a unos 50 000, si bien el de asistentes habituales a la Ekklesía rara vez alcanzaba los 4000.
Y es que, en vísperas de la guerra del Peloponeso, surge en Atenas un tipo de político del que Aristófanes dibuja una caricatura estupenda: el demagogo. Hombre que arrastra a la Ekklesía con una oratoria violenta, agresiva y descarnada. Movido por su oratoria y a sus planteamientos errados, el pueblo se vio abocado al fracaso. La mayoría de los ciudadanos del Ática, y precisamente los de espíritu más conservador, se abstenía de asistir regularmente a las sesiones de la Ekklesía, por lo que las decisiones las tomaban los elementos más radicales de la población. Pericles logró convencerlos muchas veces pero no siempre.
El demagogo nunca había desempeñado ni estaba llamado a desempeñar un cargo con responsabilidades de gobierno. Su única función era la de criticar sistemáticamente las medidas que se tomaban o se proponían a la asamblea del pueblo, no la de ofrecer soluciones alternativas.
Los políticos de oficio atizaban este fuego, halagando a la masa sugiriendo que el pueblo llano sabría gestionan los asuntos de Estado mucho mejor que la clase conservadora, culta e inteligente quizá, pero ajena a los problemas reales y carentes de sentido práctico.
Los atenienses terminaron adquiriendo una cierta aversión a estos demagogos. Nosotros, hoy, seguimos con la tarea pendiente.