Muerte aparente en el pensar, de Peter Sloterdijk

San Pablo dijo: vivo, pero no yo mismo, sino que Cristo vive en mí. El lógico platónico declara: pienso, pero cada vez que pienso correctamente no soy yo mismo sino la idea en mí. Ésta fue la gran intuición de Platón.

La Academia es el equivalente de lo que Husserl enfatizó como epojé: una casa para la cosmovisión y la puesta entre paréntesis de las preocupaciones, un asilo para esos huéspedes enigmáticos que llamamos ideas, un retiro o un lugar de reclusión absolutamente concreto, muy cerca de la ciudad, a pocos pasos de las murallas, al que se puede entrar si se respetan las condiciones de admisión: conocimientos previos de matemática y buena voluntad para dejarse instruir por lo «no oculto» o «no engañoso».

Al fundar la Academia el año 387 a. C., Platón tenía en mente un diseño práctico de vida retirada tal como lo había conocido en su primer viaje a Sicilia. Parece que en la ciudad de Crotona, en el sur de Italia, encontró una comunidad de eremitas dedicados a la teoría, que se remitían al sabio Pitágoras, maestro muerto hacía ya más de cien años. Aquellos extraños personajes se habían apartado de la comunidad ciudadana para llevar una vida dedicada al estudio de los números y al vegetarianismo.

En aquellos tiempos, en lugar del concurso de puntos de vista con sentido, que presentaran auténticas perspectivas vitales, había aparecido la agitación permanente. El tumulto de los eslóganes había desplazado el bello pluralismo de las opiniones generadas en el acontecer de la vida. Lo que quedaba eran instigaciones militantes, como las que se conocen también en la disputa sin fin entre los campos ideológicos modernos. La instauración de la filosofía mediante la apertura de la escuela de Platón fue una reacción al desmoronamiento del modelo ateniense de la polis, donde la democracia, como forma colectiva de vida deseable, había fracasado.

Cuando Platón, entonces con cuarenta años, tras su regreso del primer viaje a Sicilia, adquirió el solar en el bosquecillo del Hekádemos, al noroeste de los muros de la ciudad, para establecer allí su jardín de la teoría, muy cercano a un campo de deportes, había pasado justamente un decenio desde que en el año 399 a. C. tuviera lugar el proceso contra Sócrates, acusado de impiedad o desprecio al culto (asébeia) y de influjo pernicioso en la juventud. Un período fatal para Atenas. Entre el 404 y el 403 a. C. azotó a la ciudad la sangrienta reacción oligárquica que se conoce por los libros de historia como la «Dictadura de los Treinta»; inmediatamente antes, la guerra de tres decenios contra Esparta había terminado con la ruina de Atenas y con un régimen de ocupación temporal espartano. La juventud de Platón —había nacido en torno al 428 a. C.— estuvo marcada por la decadencia y la derrota en acontecimientos bélicos permanentes.

La filosofía, tal como Platón la transmitió a la posteridad, es hija de la derrota y, a la vez, una huida espiritual hacia delante. Comprendida desde su origen histórico e interpretada según su ánimo fundamental, el desde entonces llamado «amor a la sabiduría» es la forma primera y más pura del romanticismo de los perdedores. Muestra lo que pueden hacer los perdedores para convertir como por arte de magia, en el último minuto, las derrotas en victorias. Puede que el Sócrates vivo fuera el último ciudadano auténtico de la polis, que no hubiera querido vivir en ninguna otra parte sino en su ciudad y bajo sus leyes; y que por eso se negara a huir tras el veredicto de culpabilidad. Sócrates en el umbral de la muerte es el testigo principal del mundo postpolítico.

Platón transforma la muerte del sabio en la protoescena de la superación del mundo y de la vida al modo de existencia filosófica. En cierta manera este Sócrates es el primer Cristo, en suelo griego. Con su estilización de la despedida de Sócrates, Platón contribuyó mucho, sin duda, a dotar a la escena de un sentido de ascensión al cielo. El discípulo indócil, con ideas propias, había comprendido que sólo una nueva interpretación de la muerte conseguiría compensar la catástrofe de la vida política: por eso, en él la nueva disciplina llamada filosofía aparece desde el principio como «ars moriendi». Reinterpreta la muerte del sabio convirtiéndola en una epojé universal que pone entre paréntesis la dependencia de los seres humanos de la vida física y concibe la existencia en carne y hueso como mera prueba o como cumplimiento obligatorio de una tarea marcada por la culpa y el destino proveniente de existencias anteriores. La muerte entendida como regreso consciente al origen se convierte en una tarea a la que los individuos se pueden consagrar sin injerencia alguna, sin que la «sociedad», ahora sólo una coexistencia externa de seguidores individualizados de intereses, pueda entrometerse. Ésta fue la oportunidad que aprovechó Platón: la filosofía se hace independiente de la ciudad estableciendo otro orden de memoria salvadora. El individuo despierto ya no necesita una posteridad política para pervivir en su memoria. El individuo ya no busca su salvación en el recuerdo de los descendientes. En adelante la salvación se alcanza por la reunificación anamnésica con el supramundo. En las culturas ascéticas indias se observa un giro atmosférico análogo.

Desde entonces los filósofos viven en las ciudades como asilados con pasaportes extranjeros. Los espíritus libres hacen su entrada en el escenario del mundo. Su mera existencia implica el reproche a la realidad de no satisfacer los ideales de aquellos que se han desmarcado del día a día para defender postulados más altos.

Nada hay tan característico del romanticismo de perdedores como la tendencia a que sus actores se atribuyan como virtud su propia incapacidad en cuestiones prácticas y proclamen su inutilidad para servicios y cargos concretos como prueba de su competencia para cualquier problema universal; como lo muestra Alejandro al permitir que Diógenes le diga que ha de quitarse de en medio para dejar que le llegue el sol. La nueva antítesis entre poder y espíritu es controlada por parte del espíritu.




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