Platón y Cristo

Ayer abandoné la cabaña, tras seis meses largos de aislamiento absoluto. Ahora, almuerzo con Giovanni en la cafetería del Freewill. Mientras venía caminando observaba mis pasos sobre las hojas caídas, miraba a mi alrededor y veía a tanta gente que he sentido una especie de mareo. Todo a mi alrededor se movía demasiado, peatones, coches... No estoy a gusto, lo concreto siempre decepciona. Pensé que la lucha entre la realidad y la idealidad podría disminuir internándome en las regiones solitarias, pero allí, en tierra de nadie, en esa nebulosa intermedia, no hay ni realidad ni idealidad. Novalis escribió que estamos más estrechamente ligados a lo invisible que a lo visible, como un telón de niebla que ayuda a captar olores y sonidos.

Converso con Giovanni y le cuento que, para mí, la auténtica biblia de Occidente son los Diálogos de Platón, especialmente Fedón, MenónFedro, El Banquete y La República, un corpus que contiene una completa colección de intuiciones que han configurado todo el pensamiento conceptual vigente en nuestros días. Tanto influyó en la exégesis cristiana que se confundió con ella y, hoy, muchos cristianos son, en realidad, platónicos sin saberlo, porque la esencia pura del cristianismo es platónica, junto con sus reminiscencias pitagóricas y órficas. Sócrates es el verdadero Cristo, un hombre, no un Dios interpretando un confuso teatro. Sócrates es un hombre religioso, esperanzado, que cree en la inmortalidad del alma, que la intuye e intenta demostrarla. Su concepción de la anamnesis, su taoísta sentimiento de absoluta dependencia y su esperanza marcan la trinidad de su cosmovisión. La grandeza de Sócrates es morir sonriendo, sin sufrir, sin pensar que Dios le ha abandonado. Su sacrificio es ejemplar. Ni Cristo ni Sócrates quisieron retractarse ante sus tribunales porque su reino no era de este mundo. Ambos son disidentes de la corriente dominante y ninguno escribió nada. Sin embargo, el "cristo" del cientificismo, Galileo, sí se retractó. Por ello, su "eppur si muove", mascullado entre dientes, no fue nada ejemplar. Tanto Cristo como Sócrates ridiculizaron a los poderosos y a los sofistas, en una especie de lucha entre Hybris y Némesis, donde siempre vence la segunda. Platón es una especie de San Pablo pero con un sentido místico enormemente superior, alguien dominado por sentimientos e intuiciones que se unen para hacerle naturalmente capaz de escuchar la música de la trascendencia.

Buena parte del Antiguo Testamento me indica que también Dios fue adolescente. Y el Nuevo, tal y como lo escribieron aquellos literatos mediocres que fueron los evangelistas, me habla del fracaso de un personaje. Sabemos que Jesús existió, pero desconocemos su auténtica naturaleza. Si solo fue un hombre, su historia es ejemplar. Pero si admitimos el dogma cristiano de la doble naturaleza, divina y humana, la historia se convierte en paradójica. Los evangelistas fijaron una ficción oral confusa, sobre alguien que, probablemente, había venido a mover montañas con la palabra. El Evangelio de Juan, el mejor de ellos, parece escrito buscando algo más que el relato de unos hechos muy discutibles. Juan a Cristo no parece pedirle milagros, sino argumentos, palabras, razones, certezas, sentimientos. Eso es lo que intenta hacer Platón, hasta llegar al borde, al límite, a lo místico, que diría Wittgenstein. Pero la Iglesia, como organización humana que es, siempre quiso dominar y, para ello,  necesita de ese otro valor de segundo orden que es la fe en las escrituras, en una supuesta revelación escrita por hombres y digerible para la comprensión de los sencillos. Tremendo. Los evangelistas no supieron, no quisieron o no pudieron escribir sobre un Jesús platónico y lo que nos dejaron fue una ejemplaridad moral mundana, ambigua y paradójica, donde el sentido alegórico no termina de funcionar, más allá del Sermón de la Montaña.

Hoy, el Papa peronista cree en la teología de la liberación, donde parece que el reino de Dios puede alcanzarse por medio de la política y la economía. Pero ya dijo Ratzinger, una inteligencia sublime, que el reino de Dios, al no ser un concepto político, no puede servir como un criterio mediante el cual construir un programa de acción política. Jesús, el liberador, es visto como portavoz de los oprimidos, animándolos a levantarse y cambiar la sociedad, olvidando así la verdad trascendente y mística. Una teología firmemente intervencionista, una teo­lo­gía de un Dios que se manifiesta en la historia, una teología marxista de la historia.

Es fundamental la distinción entre el Dios de los filósofos y el Dios del cristianismo. El Dios de los filósofos sigue siendo absolutamente trascendente, un Dios sobre el cual todo lo que se diga debe negarse con el mismo convencimiento, ya que este Dios no es enteramente otra persona, sino algo incomparable en su inefabilidad, como en la teología negativa de Pseudo Dionisio Areopagita.




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