Carta de Santiago

En el autobús me entretengo leyendo la Carta de Santiago:
«(...) la fe probada produce la constancia» (Sant 1,3).
     Levanto la cabeza. Me veo sentado en el olvido, en una especie de hedonismo quietista, una manera anacorética de estar que ha intuido que toda influencia ejercida sobre la sociedad o sobre el mundo en general es infructuosa y contraproducente, una corrupción de un camino, una resistencia vana que solo conlleva turbación y contaminación. La igualdad y la relatividad de las afirmaciones, y de su realidad, hacen que hasta la vigilia y los sueños sean intercambiables. Los enfermos, tullidos y moribundos, en quienes se muestra la relatividad de la muerte y de la vida, lo ven así, como una posibilidad implícita de superar la propia muerte. Me parece estar colgado en el aire, incapaz de liberarme a mí mismo, atado por unos hilos invisibles y con la convicción de que las cosas son desde siempre inferiores al cielo. Que hay solo una modificación en la forma, pero no una pérdida del ser. Todo por una dificultad insalvable: el conocimiento, para demostrarse correcto, depende de algo externo a él, que también es y será incierto.

     El conocimiento puede ser borroso, pero la voluntad no. Aunque a veces parezca ajena, la voluntad es algo cierto en cada momento; de ahí proviene mi inconstancia:
«(...) el que duda es semejante a las olas del mar, agitadas por el viento y llevadas de una parte a otra» (Sant 1,6).
     Levanto la vista del libro. Me parece entrever una voluntad que mira por el instante presente, cirenaica, egoísta, dionisiaca, que se puede confundir con Satanás; y luego otra, que mira más lejos, hacia un horizonte que huye, equilibrada, moral, llamémosla como queramos, una fe probada que se confunde con la verdad. Ambas voluntades luchan, mientras el enaltecido conocimiento, que actúa con levedad, es solo una mera sugestión incontrolable entre una y otra.

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