La razón populista

       
Tras la atenta lectura de este libro, salgo un rato a la calle. A la sombra de un escuálido árbol charlan varios jubilados. Como es la única sombra de los alrededores, me refugio en ella con la intención de continuar mi paseo pasados unos minutos.

—La afirmación —dice uno— de que la gestión de los asuntos comunitarios corresponda a un poder administrativo cuya fuente de legitimidad sea un conocimiento apropiado de lo que es la «buena» comunidad ha sido, durante siglos, el discurso de la «filosofía política», instituido en primer lugar por Platón. Deben mandar los filósofos, los santos, los que saben, los tecnócratas. No deben gobernar los que están deseando hacerlo.

—El «populismo» —añade otro— estuvo siempre vinculado a un exceso peligroso, el de engañar a los ingenuos mediante poderosas campañas de buenísimo utópico santificado por un dios ausente, con objeto de acceder al poder y mantenerse en él. Utilizan la simplificación dicotómica, el antielitismo, las propuestas indefinidas de igualdad, el predominio de los planteamientos emocionales sobre los racionales, la movilización social, el liderazgo carismático, el oportunismo. Todo esto acompañado de la afirmación de que los derechos de la gente común están enfrentados a los grupos de interés privilegiados. Pero no resulta descabellado pensar que la opinión mayoritaria de la gente pueda ser controlada por una minoría elitista.                 
                       
—Para ellos —continúa el de más allá— la virtud reside en la gente simple, la mayoritaria. Proclaman que la voluntad de la gente como tal es suprema. Un intento reduccionista y simplista, donde impera la demagogia, y donde triunfa el «gobierno por televisión», algo puramente irracional, donde se «simplifica» el espacio político, al reemplazar una serie compleja de diferencias y determinaciones por una cruda dicotomía cuyos dos polos son necesariamente imprecisos y maniqueos: el pueblo contra la oligarquía, las masas trabajadoras contra los explotadores o los santos contra los demonios.           

—Dada la arbitrariedad —interviene un cuarto— de la asociación entre palabras e imágenes, toda racionalidad es excluida de su mutua articulación. La razón y los argumentos son incapaces de combatir ciertas palabras y fórmulas que vuelan con solemnidad en presencia de las multitudes, y tan pronto se las pronuncia, se observa una expresión de respeto en todos los semblantes, y las cabezas se inclinan: Democracia, Igualdad, Libertad. Muchos las consideran fuerzas naturales, poderes sobrenaturales. Ellas evocan imágenes vagas y grandiosas en las mentes de las personas, pero esta misma vaguedad que las envuelve en la oscuridad, aumenta su poder misterioso, un verdadero poder mágico está unido a estas breves sílabas, como si ellas contuvieran la solución de todos los problemas. Ellas sintetizan las más diversas aspiraciones inconscientes y la esperanza de su realización. Se autodenominan ateos.

—El individuo —vuelve a intervenir el segundo— experimenta un proceso de degradación cuando es parte de un grupo. Por el mero hecho de serlo un hombre desciende varios rangos en la escala de la civilización. De manera aislada, puede ser un individuo cultivado; en una masa, es un bárbaro, una criatura que actúa por instinto. Posee la espontaneidad, la violencia, la ferocidad, y también el entusiasmo y el heroísmo de los seres primitivos, a quienes además tiende a parecerse por la facilidad con la cual se deja impresionar por las palabras y las imágenes —que no tendrían ningún efecto en cada uno de los individuos que componen las masas— y se deja inducir a cometer actos contrarios a sus intereses más obvios y a sus hábitos más conocidos. El individuo, al convertirse en parte de una multitud, pierde cierto grado de su autoconciencia, la conciencia de sí mismo como personalidad distinta, y con ello también algo de su conciencia de sus relaciones específicamente personales; hasta cierto punto se vuelve despersonalizado. En segundo lugar, e íntimamente relacionado con este último cambio, hay una disminución del sentido de responsabilidad personal: el individuo se siente envuelto, eclipsado y arrastrado por fuerzas. La formación de una multitud requiere la exaltación e intensificación de las emociones, una mezcla sesgada a lo emocional, sin vetos racionales vigentes. Las multitudes tienen el efecto de disminuir la inteligencia promedio de sus miembros, como resultado de las mentes inferiores que establecen el nivel al cual todos deben someterse. Una agrupación excesivamente emocional, impulsiva, violenta, inconstante, inconsistente, irresoluta y extrema en la acción, desplegando solo las emociones más ordinarias y los sentimientos menos refinados; extremadamente sugestionable, descuidada en la reflexión, precipitada en los juicios, incapaz de otra cosa que las formas simples e imperfectas de razonamiento. Los menos refinados, los más comunes: igualación en lo bajo por común.
                             
—Freud establece —dice otro más— la distinción entre la psicología social y la individual en la diferencia entre pulsión social y pulsión narcisista, entre el sentimiento de aversión u hostilidad que habita en todas las relaciones estrechas con otras personas, y que es atenuado mediante la represión. Cuando la hostilidad se dirige a extraños, podemos reconocer claramente en ella una expresión de amor a uno mismo, es decir, de narcisismo. El amor a uno mismo, sin embargo, se ve limitado o suspendido por la formación del grupo, por tanto los solitarios son gente muy narcisista. El vanidoso persigue la aprobación ajena y solo se hincha como un pavo real cuando la consigue. El soberbio, en cambio, ni siquiera busca la aprobación de los demás: le basta y sobra con el aplauso propio. La vanidad no solo es una despreciable concesión a los demás, sino un autoengaño. Como dijo Nietzsche, campeón de la soberbia filosófica, los vanidosos buscan despertar acerca de sí mismos una buena opinión que ellos no tienen de sí, y por tanto, tampoco merecen. Tú eres contingente; yo, necesario.

—Muy bien, muy bien —les felicito aplaudiendo—. No olviden ustedes, queridos abuelos, varios apuntes más del populismo: la necesidad de buscar y crear un enemigo común y así consolidar el efecto unitivo que genere nuevas ligazones afectivas; del mismo modo, los populistas postulan un estado benefactor como su horizonte último, pero que es, a la vez, estado opresor cuando lo dirigen sus rivales: ellos notan la codicia de los empresarios privados pero no notan la codicia de los aprendices a dictadores...                   

Desde luego, pienso mientras vuelvo a casa, daría gusto celebrar referéndums con jubilados como estos. De todos modos me siento ligeramente preocupado: ¿Habré asistido realmente a este diálogo platónico o todo habrá sido fruto de mi perniciosa soledad libresca?

                          

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