Doctor Faustus




La novela es muy densa, por eso simultaneé su lectura con otros libros, y solo la leía cuando me lo pedía el alma. La historia de un músico, de un artista, de un enfermo solitario. Mann se detiene demasiado en anécdotas de la sociedad burguesa, pero son muy interesantes sus paralelismos simbólicos entre la pérdida del alma de Adrian y la de Alemania con el nazismo o las semejanzas con Nietzsche o Beethoven. El hastío es una amenaza que solo afecta a los aburguesados; para el vulgo solo hay aburrimiento. “Mal acostumbrado a lo excepcional, perdido el gusto por todo lo demás, el artista acabará por caer en la desintegración, por proponerse a sí mismo la realización de lo irrealizable. El gran problema, para un hombre genialmente dotado, consiste precisamente en evitar que, a fuerza de acostumbrarse mal, acabe por perder contacto con el mundo de lo factible.” Adrián vendió su alma para seguir elevando su arte. Los contemplativos, que nos alimentamos del arte como sucedáneo de la Verdad, tendremos que comenzar a rezar, parafraseando a Wittgenstein, divagando sobre el sentido de la vida. “Creo con Shcleirmacher, otro teólogo de Halle, que la religión representa «el sentido y el gusto de lo infinito» y que constituye «un hecho dado» en el hombre. No son pues unos principios filosóficos lo que la religión propone a la ciencia sino un hecho espiritual, internamente situado. Esto evoca la prueba ontológica de la divinidad, la que yo prefiero entre todas, que de la idea subjetiva de un ser superior deduce su existencia objetiva (...) La religiosidad, que en modo alguno considero extraña a mi corazón, es ciertamente algo distinto de la religión positiva y confesional. El «hecho dado» del «sentido del infinito» en el hombre, ¿no hubiese sido preferible abandonarlo al sentimiento de la piedad, a las bellas artes, a la libre contemplación, incluso a las ciencias exactas como la cosmología, la astronomía y la física teórica, capaces de servir este ideal con verdadera devoción religiosa hacia el secreto de la creación? ¿No hubiese sido esto preferible, en lugar de hacer de él una ciencia especial de la divinidad y levantar sobre sus bases construcciones dogmáticas cuyos adeptos están dispuestos a combatirse a sangre y fuego por una cópula”. La impotencia sincera contra la impotencia maquillada de omnipotencia, previo pago al psicólogo, al psicoanalista o al librero especializado en publicaciones del mal llamado "crecimiento personal". Sí, sí, “creo que tú y yo preferimos la impotencia respetable de los que no tratan de disimular, con nobles excusas, el carácter general de la enfermedad”. Al tratar la novela de la vida de Adrián Leverkühn, un músico raro y solitario, abundan los comentarios musicales, algunos de influencia schopenhauariana: “una música como ésta es sin duda la energía «en sí», la energía misma, pero no como idea sino como realidad. Y te invito a considerar que esto es casi la definición de Dios (...) El alma del hombre podía ser sencilla, infantil, pero la música era para él la revelación misteriosa de las más excelsas verdades, un servicio divino, y la enseñanza de la música una función sacerdotal”. Tenemos que agradecer a los románticos que la música cesara de ser una pura especialización, un modo de divertir, y penetrara en la esfera general del movimiento intelectual y artístico de la época. “No reconocía ningún mérito cuando iba acompañado de sudor. Desde un punto de vista estético no puede elogiarse la voluntad y sí, únicamente, el don. Sólo éste es meritorio. El esfuerzo es vulgar. Sólo es distinguido y, por lo tanto, meritorio, lo que surge del instinto, involuntariamente y con facilidad”. Los que hablan de lo difícil de enfrentarse al "folio en blanco" no son artistas, son farsantes. El artista es bulímico y vomita su arte desde sus entrañas. No teme a su obra, la engendra y la da salida en un parto inevitable. Muchos de los comentarios musicales están destinados a un público experto, y son fruto del asesoramiento de Adorno, sobre todo, y de Stravinski y Schönberg, como cuando dice: “El acorde de séptima disminuida es apropiado y altamente expresivo al principio de la opus 111. Puede decirse que corresponde al nivel técnico general de Beethoven, a la tensión entre la consonancia y la más extrema disonancia que le era posible a él realizar (...) Llega el momento en que las composiciones del artista no son más que respuestas a estas exigencias, soluciones a artificiosos problemas técnicos. El arte se convierte en crítica”. De ahí que yo prefiera la música de Aarre Merikanto, otro que no vendió su alma al diablo de lo popular. Oigo la sinfonía número tres de este compositor finlandés, quien se definía como un músico improvisador, intuitivo, que componía en respuesta a una necesidad interior, como los artistas puros. Fue otro fracasado. Se le conoce más por haber sido maestro de Rautavaara que por su magnífica obra de gran colorido orquestal, muy de mi gusto. Quizá empezó muy seguro de sí mismo, con un expresionismo atonal que no consiguió, lógicamente, gustar al gran público. Porque “mientras la disonancia es expresión de todo lo elevado, noble, virtuoso, espiritual, la armonía y la tonalidad quedan reservadas a la expresión del mundo infernal y relegadas, por lo tanto, a los demonios de lo moral y de lo vulgar”. Una disonancia que no suene a disonancia es lo sublime. “Favorecer un arte a la medida del vulgo es estimular la peor mediocridad, es un crimen contra el espíritu”.  Profundamente frustrado, Merikanto llegó a destruir parte de sus composiciones, y se refugió en brazos de la morfina y el alcohol, un diablo de una embriaguez perezosa. Después se volvió más romántico, aunque muchas de sus obras solo fueron estrenadas después de muerto.

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