El arte de la IA
Escribe Catrin Misselhorn: «La inteligencia artificial crea cosas que parecen obras de arte, pero no lo son». La IA solo produce imitaciones sin autoría ni intencionalidad; el arte exige visión del mundo y diálogo entre creador y receptor.
Las palabras de Catrin Misselhorn tienen la solemnidad de quien quiere proteger un templo, pero tal vez ese templo nunca existió. Decir que la inteligencia artificial no crea arte porque carece de intención o autoría es aferrarse a una definición que se desmorona en cuanto se la mira de cerca. ¿Acaso el arte no ha sido siempre una conversación entre entidades inefables y misteriosas?
La IA imita, cierto. Y el ser humano, también. Alimentada por millones de trazos, sonidos y frases, copia y recompone el reflejo colectivo de nuestra sensibilidad, un espejo inmenso en el que se mezclan voces de siglos. Si el arte es una forma de abrir el mundo, de ensancharlo, ¿por qué negar ese poder a un sistema que, precisamente, surge del mundo humano, de nuestras propias creaciones, de nuestro deseo de imaginar más allá de los límites hasta ahora conocidos?
Misselhorn reclama la intención, pero el arte contemporáneo ha demostrado que la intención no siempre importa. Un gesto azaroso, una máquina encendida por error, una serendipia, todo puede ser arte si encontramos la perspectiva adecuada. El diálogo entre creador y receptor puede nacer incluso sin creador consciente, porque el sentido se construye en la mirada, no en la mente que produjo la obra.
Negar el arte de la IA es, en cierto modo, negar nuestra propia evolución. Cada salto técnico fue recibido con sospecha en aquellas mentes cerradas y cada uno terminó ampliando lo que entendemos por creación. Además, no es obligatorio participar. La mentalidad abierta puede tener graves consecuencias para los moralistas.









