Una cierta edad, de Marcos Ordóñez
La vieja y sabia frase de John Gielgud: «El arte del teatro consiste en conseguir que el público deje de toser».
Podría decir, como si me dictara una voz remota, quizá demasiado cercana, que este libro es una travesía en la que uno descubre que "el pasado es un país extranjero". Pero al intentar escribir, me descubro tentado a perderme por los pasillos laterales, esos corredores que llevan a habitaciones donde alguien afirma, con convicción dudosa, que "Nietzsche era un escritor adolescente". Y, de pronto, el libro se convierte no en una lectura, sino en una coartada para seguir divagando.
Quizás Cortázar partió de un temblor semejante cuando escribió Instrucciones para John Howell, donde un hombre se ve obligado a salir a escena y tomar parte en una ficción cuyas normas desconoce y ha de ir improvisando: arrastrado, pues, a la vida, a una extraña forma de vida.
Hay un narrador que mira hacia atrás con una mezcla de ironía, ternura y cansancio, como si cada día fuese un ensayo general del adiós: "Me he perdido tantas cosas". No lo dice con nostalgia, sino con la elegante decepción de no haber nacido dios y tener que resignarse descubriendo que el inventario de pérdidas puede ser también un mapa de hallazgos.
Un sueño realizado, de Onetti. Una provinciana adinerada quiere que una compañía de teatro monte un sueño que ha tenido, un sueño sin argumento, salvo que ella se duerme al final, en mitad de una calle, y dice que cuando dormía y soñaba eso era feliz, y quiere volver a serlo, a ser parte del sueño sin público, solo ella y los actores necesarios. Sube a escena, el sueño se representa, ella se gira de costado como un peluche sin pilas, y cuando termina la breve función está dormida para siempre.
Y, sin embargo, lo que más convence es la distancia. Una distancia que no es solo temporal, sino geográfica, sentimental, estilística. Una distancia que convierte a la memoria en un territorio anexo, fronterizo, siempre un poco brumoso. Porque, en definitiva, "el mundo estaba lejos". Lejos entonces, lejos ahora, lejos incluso cuando creemos tenerlo entre las manos. Quizá ahí radica la verdadera edad: en la comprensión súbita de que lo vivido nunca coincide del todo con lo recordado, y que esa grieta, ese leve desajuste, es lo que nos permite seguir leyendo, seguir escribiendo, seguir inventando una vida que, por un instante, parezca nuestra. Porque
en los cuadernos de los grandes solitarios siempre echo en falta los destellos pasionales. Acabo pensando que, por una suerte de coquetería a la inversa, se niegan a hablar de lo que les da o les dio felicidad.










