Tianxia
Lo más desconcertante de Tianxia es que no es exactamente un concepto, sino una habitación. Una habitación antigua, con las paredes inclinadas hacia dentro como si escucharan. Zhao Tingyang entró en ella y salió con una intuición: que el mundo, si es que todavía puede llamarse mundo, solo respira cuando juntamos en un mismo gesto lo físico, lo psicológico y lo político, como quien junta en un puño los trozos de un papel que acaba de romper. Esa visión global, esa especie de paraguas que cubre incluso los charcos más pequeños, no parece pertenecer únicamente a China, sino a una forma olvidada de entender el planeta como un hogar con exceso de familiaridad, sin advertir que sólo es un hotel de paso.
Zhao insiste en que Tianxia podría ser el comienzo de una nueva filosofía política universal, algo así como un manual para reaprender a vivir juntos sin que se nos escape la risa amarga que tan bien cultivamos en Occidente. Y me pregunto si la verdadera universalidad no será simplemente un tipo de ficción en la que aceptamos que todos leemos el mundo desde un ángulo equivocado. Cada ángulo tiene derecho a equivocarse, siempre y cuando reconozca que pertenece a una misma esfera compartida, redonda y un poco absurda.
De modo que me quedo pensando que la propuesta de Zhao no busca imponer un centro, sino recordar que nunca lo hubo. Que somos nosotros quienes, al caminar, inventamos los bordes. Pero, claro, una filosofía política capaz de abarcarlo todo, el cuerpo, la mente, la polis me parece una postura holística terrorífica. En mi mente, esa trampa de espejos, se transforma en un letrero luminoso: «Totalitarismo con caracteres chinos». ¿No es eso, al fin y al cabo? Una visión global donde lo físico (el territorio que se expande sin preguntar), lo psicológico (la mente que se somete al relato común) y lo político (el poder que lo abarca todo) confluyen en un abrazo que no deja escapar ni al disidente más insignificante. Imagino a Zhao en su despacho académico, rodeado de mapas antiguos donde China es el centro y el resto meros apéndices, proponiendo esta filosofía universal como quien ofrece un paraguas en plena tormenta: "Tomen, cobíjense todos bajo mi cielo". Pero yo, que he leído demasiadas utopías en ediciones desgastadas, he visto cómo los grandes relatos terminan en campos de reeducación: ¿Y si el cielo es una cárcel con vistas?. Porque Tianxia no admite excepciones; disuelve al individuo en la armonía relacional, como esas novelas totales que Borges soñaba pero que, en manos equivocadas, se convierten en manuales de uniformidad. El emperador ya no necesita trono: le basta con el consenso ontológico, ese susurro que dice "somos uno" mientras borra las diferencias con la suavidad de una seda que asfixia.
En Occidente, bajo un cielo gris, pienso en cómo este concepto viaja en conferencias y en papers académicos, disfrazado de alternativa al caos occidental. "Una nueva filosofía política universal", proclaman los entusiastas, pero yo veo el fantasma de los totalitarismos blandos: esos que no necesitan tanques, solo una narrativa que lo envuelva todo. Recuerdo una cena en París con un sinólogo francés que, entre sorbos de vino, defendía Tianxia como "inclusivo". ¿Inclusivo?, le dije, es el colmo de la exclusión: excluir la exclusión misma, es totalitarismo envuelto en poesía confuciana, un cielo que no deja respirar. Y yo, que sigo posponiendo mi novela sobre un mundo sin finales, me pregunto si no estaremos ya viviendo en él: todo bajo el mismo relato, donde disentir es caer fuera del cuadro, y el escritor, como siempre, finge que anota mientras el cielo se cierra sobre su cabeza.









