El yo soberano, de Roudinesco


Hace unos años comencé a sospechar que lo único verdaderamente contemporáneo era la queja. No la queja antigua —esa súplica dirigida al destino o a Dios—, sino una queja más sofisticada, académica incluso, que se presenta bajo la forma de identidad. En las cafeterías donde los escritores solían discutir sobre la belleza o la revolución, ahora se enumeran pronombres. Todo parece haberse reducido a un catálogo de pertenencias, un inventario de heridas. 

Se le asigna identidad al sujeto —género, de raza, de origen— y esa asignación puede convertirse en una forma de reduccionismo: la identidad, concebida como pertenencia fija, tiende a borrar la complejidad del sujeto, su dimensión múltiple.  Ya no quieren, lo noto en el aire, en las conversaciones, ser universales sino auténticos. Es como si alguien desde una oficina invisible repartiera tarjetas de pertenencia: “género fluido”, “afrodescendiente”, “no binario”, “blanco arrepentido”, "indígena maltratado". Un juego de etiquetas. 

En los últimos veinte años, los movimientos emancipatorios (feminismo, anticolonialismo, etc.) han cambiado de rumbo. Ya no se trata tanto de cambiar el mundo para hacerlo mejor como de proteger identidades de amenazas, de visibilizar sufrimientos, de afirmar un catálogo de heridas siempre señalando a un culpable, nítido. El problema, sospecho, es que en este nuevo reparto el sujeto se vuelve unívoco. Ya no tiene zonas de sombra ni contradicciones. Es una cultura de la denuncia permanente, con sujetos definidos por su opresión, y menos por su capacidad de agencia o emancipación.

Esta desviación identitaria debilita los lazos universales y convierte las diferencias en muros. Los viejos feminismos, liberales, han mutado en un sistema de clasificaciones infinitas. La teoría queer, nacida para liberar, se ha convertido en un espejo de su propia prisión: cada día se inventa un nuevo modo de ser que exige reconocimiento inmediato, lo que genera tensión entre las victimas del esencialismo y las victimas del construccionismo. 

Y sin embargo, algo de esto me fascina. La pasión con la que nos fragmentamos, la alegría con la que demolimos el concepto de humanidad común, como si la universalidad fuera un residuo burgués. Quizá sea hermoso, de un modo perverso, ver cómo el ideal de igualdad se disuelve en una constelación de diferencias. Pero temo que, entre tanta constelación, ya no quede cielo. 

He leído que después de 1945 la palabra “raza” fue desterrada de la ciencia. Qué ingenuos. Regresó en los seminarios poscoloniales, vestida de justicia y teoría crítica, dispuesta a recordarnos que somos lo que ellos nos hicieron. Ya no hay sujetos, solo genealogías del daño.

Mientras tanto, en la otra orilla, la extrema derecha redescubre sus propias esencias. También ellos quieren ser reconocidos, también ellos se sienten amenazados. Hablan del “gran reemplazo”, de la pureza perdida, del miedo al otro. Las dos trincheras comparten el mismo credo: ser uno mismo hasta el final, aunque no quede nadie más. Si bien es verdad que la paradoja de la tolerancia de Popper sigue vigente. Esa es la única frontera.

Quizá la única rebelión posible sea la de quien no quiere ser nada en particular. La del que prefiere habitar las grietas de su identidad, como un turista que extravía su pasaporte y decide no regresar. Reivindico, pido disculpas por el atrevimiento, el derecho a no saber quién soy. 

Y sin embargo, no niego la belleza de la diferencia. Solo pido que no se convierta en frontera. Reconocer la diversidad, sí, pero sin renunciar a la posibilidad de un lenguaje común. Sin esa posibilidad, temo que el mundo se vuelva una asamblea infinita de monólogos, donde cada voz se escuche solo a sí misma. 



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