Banquete Poscolonial, de Omar Jerez: la carne del perdón
En un rincón de México, donde el aire huele a maíz y a autolesiones que no cicatrizan, Omar Jerez, hace un arte sutil. Se define como anticomunista y antifascista y deplora el arte infantiloide y activista del wokismo. En este rincón montó su performance, un dardo envenenado, un gesto irónico que desgarra el velo de la ironía y el sarcasmo. Jerez, junto a su inseparable Julia Martínez, orquestó un acto que mezcla la antropología, el desafío y una dosis notable de simbolismo. Ofrecieron a cinco ciudadanos mexicanos lo que parecía un pozole, ese guiso de raíz prehispánica hecho de maíz, verduras y carne de cerdo.
Jerez no es artista solo, aquí ejerció de arqueólogo de las heridas que no cierran. Banquete poscolonial no es una performance para ser contemplada desde la distancia segura de un museo. Es un puñetazo en el estómago, una invitación a comer del pasado para digerir tus propios horrores. Los participantes, mexicanos que en un video de 35 minutos exigían a España un perdón oficial por los siglos de colonización, no sabían que el supuesto pozole que compartían con Jerez era, en realidad, pozolli, es decir, contenía carne humana —de la propia Julia—. No lo sabían, y ese desconocimiento es el núcleo mismo del acto, un secreto que los convierte en cómplices involuntarios de un ritual que los aztecas ofrecían a los españoles, solo para ser evidenciado como salvaje.
El pozolli, cuentan Jerez y Martínez, era más que un plato en la cultura mexica. Era un puente entre lo divino y lo humano, un sacrificio que honraba la vida al consumirla. Cuando los conquistadores lo probaron y descubrieron su ingrediente prohibido, lo condenaron, reemplazando la carne humana por cerdo. Así nació el pozole que hoy conocemos, un eco domesticado de lo que fue. Jerez y Martínez, con su gesto radical, proponen volver al origen, pero no como un ejercicio nostálgico, sino como una reparación. El perdón es un término judeocristiano, una herencia española, dicen. Y tienen razón. Pedir perdón, en este contexto, es un acto vacío. ¿Qué mejor manera de llenar ese vacío que comiendo, literalmente, la carne del otro?
Porque en Banquete poscolonial no hay héroes ni villanos, solo espejos. Los mexicanos que exigen disculpas son también los que comen, sin saberlo, la carne de una española. Jerez, el provocador, se convierte en el oficiante de un rito que no absuelve, sino que implica. Y Julia Martínez, al ofrecer su propio cuerpo, se transforma en una mártir contemporánea, una santa pagana que entrega su carne para que las trampas salgan a la luz.
No es la primera vez que Jerez juega con fuego. Ha caminado por San Sebastián como víctima de ETA, se ha encerrado con neonazis en Berlín, ha arrojado pasquines en Alsasua. Cada performance es un desafío a la comodidad, una bofetada a la hipocresía. Pero esta, la del pozolli, va más allá. Es un acto de comunión y de profanación al mismo tiempo. Es como si Jerez dijera: Si quieren hablar de culpas, coman de ellas. Si quieren hablar de historia, trágensela. Y los mexicanos, sin saberlo, lo hicieron. ¿Qué sintieron al descubrirlo? Nadie lo dice, pero me los imagino en silencio, con el sabor del maíz aún en la boca, preguntándose si el arte puede ser tan cruel como la demagogia que culpabiliza a los inocentes.
Esta fue la verdadera eucaristía, un banquete donde los comensales eran a la vez víctimas y verdugos. Pienso en Jerez, en su risa sardónica mientras sirve el pozolli, en su certeza de que el arte no debe ser amable, sino insoportable, como un puñetazo que te rompe los dientes mientras sonríes.