Hyperion, de Hölderlin



Los sabios son malos profesores porque no entienden la ignorancia de los demás, dice Savater. Los que creen entender de todo no entienden a los demás. Uno debe subir todos los peldaños pero, cuando al fin no hay peldaños, hay que dar el salto. El proceso discursivo ortodoxo conduce a callejones sin salida que solo superan los saltimbanquis del dogma. Solo hay que saber maquillarlos.

En una desierta, bonita y limpísima catedral mudéjar de Guadalajara, hojeo sentado en un banco el Hyperion, de Hölderlin: «De la pura inteligencia no brotó nunca nada inteligible, ni nada razonable de la razón pura». Que se lo digan a Hegel o a su nuevo seguidor, Vila-Matas. Al menos duda entre qué es lo primero, si cambiar el mundo de Marx, o cambiar al hombre de Rimbaud. «Me avergoncé de haber sobrevalorado el juicio del público», piensa el hombre superfluo superior. «El hombre es un Dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona». Esperanzado y decepcionado por los mismos motivos «la vida consiste en la alternancia entre el desarrollo y el repliegue, en una huida y vuelta a uno mismo».






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