Los Goya: sectarismo onanista colectivo
Cada año, la gala de los Goya se presenta como la gran celebración del cine español, pero bajo su alfombra roja se esconde un ejercicio de endogamia y sectarismo disfrazado de cultura. Lo que debería ser un homenaje al talento y la diversidad cinematográfica, se convierte en un acto de reafirmación ideológica, donde las élites culturales se miran a sí mismas con complacencia, repartiéndose premios y discursos en un ejercicio de onanismo colectivo. El cine es, por naturaleza, un arte que debería abrirse al mundo, explorar nuevas miradas y desafiar convenciones. Sin embargo, en los Goya se impone un pensamiento homogéneo, donde el disenso es una rareza y la crítica interna, un tabú. Año tras año, la gala no solo premia películas, sino que impone una narrativa política única, donde la industria se alinea con la izquierda indefinida, reforzando su propio ecosistema y asegurando que las mismas caras, los mismos nombres y los mismos discursos sigan dominando la escena. El problema no es que el cine tenga una postura política, pues toda obra artística es, en cierto modo, una declaración ideológica, sino que la industria se convierta en un club cerrado, más preocupado por su propia supervivencia que por la calidad de su arte. La gala, con sus interminables discursos de autocelebración y sus ataques previsibles a los enemigos habituales, deja de ser un evento cultural para convertirse en una ceremonia de legitimación mutua, donde los aplausos son ecos de un guion ya escrito. Si el cine español quiere ser relevante, debe mirar más allá de su ombligo. De lo contrario, los Goya seguirán siendo lo que son: un espejo complaciente donde la industria se mira y se aplaude, sin darse cuenta de que el público hace tiempo que cambió de canal.