El grifo y el infinito
Arreglar un grifo es un acto trivial. Aquí estoy, arrodillado frente al fregadero, con una llave inglesa en la mano y el agua goteando con insistencia. Giro la llave, ajusto la tuerca, pero el agua sigue escapando, deslizándose entre las roscas como una idea que se niega a ser contenida. La filosofía, la ciencia y el arte también intentan contener algo que se escapa. La filosofía quiere salvar la verdad dándole consistencia. Como si pudiera encapsular el agua en un concepto perfecto, darle forma. Platón lo intentó con sus Ideas, Kant con sus categorías. Pero la verdad no se deja atrapar tan fácilmente. Gotea, se filtra entre los límites del pensamiento. La ciencia, en cambio, solo quiere medir, calcular, predecir. Para ella, el problema del grifo no es metafísico, sino hidráulico. Me detengo y miro el agua caer. Una gota, otra, otra. Quizá el arte sea la única respuesta útil. El arte no quiere domesticar la verdad ni reducirlo a una ecuación. Quiere crear algo finito, un cuadro, una sinfonía, un poema, que deje vibrar las resonancias potenciales verdaderas en su propia forma. Suelto la llave inglesa. Me quedo observando la gota que cuelga en el borde de la boquilla, temblorosa. Un instante de equilibrio, un límite que es, a la vez, una promesa liberadora. Y entonces, la gota cae.