Breve crítica narrada al Eutifrón de Platón
En el Pórtico del arconte rey, donde se juzgan los asuntos religiosos y los delitos de sangre, se encuentran Sócrates y Eutifrón, un adivino, un personaje bien conocido en Atenas, pero de escasa relevancia. Sócrates está allí porque ha sido denunciado por Meleto, un poeta que también es citado por Aristófanes.
—Este Meleto —dice Sócrates— sabe lo que hoy día se trabaja para corromper a la juventud, y sabe quiénes son los corruptores.
—Atacándote a ti me parece que ataca a su patria en lo que tiene de más sagrado.
—Dice que fabrico dioses, que introduzco otros nuevos, y que no creo en los dioses antiguos.
—Ya entiendo; es porque tienes un demonio familiar que no te abandona —hace mención al famoso Daemon socrático.
Eutifrón le cuenta que está allí para denunciar a su padre.
—¡Qué absurdo, Sócrates, creer que en esta materia haya diferencia entre un pariente y un extraño! Lo que es preciso tener presente es si el que ha dado la muerte lo ha hecho justa o injustamente. Si es justamente, es preciso dejarle en paz; pero si es injustamente, tú estás obligado a perseguirle, cualquiera que sea la amistad o parentesco que haya entre vosotros. Sería hacerte cómplice de su crimen si mantuvieras relaciones con él y no pidieras su castigo, que es el único que puede absolver a ambos. Un día, que había bebido con exceso, se remontó y encarnizó tan furiosamente contra uno de nuestros esclavos, que lo mató. Mi padre ató de pies y manos al colono, lo sumió en una profunda hoya y en el acto envió aquí a consultar a uno de los Exégetas para saber lo que debía hacer, sin preocuparse más del prisionero y abandonándole como un asesino, cuya vida era de poca importancia; así fue que murió; porque el hambre, el frío y el peso de las cadenas lo mataron antes de que el hombre que mi padre envió volviese. Con este motivo, y vista mi actitud, toda la familia se subleva contra mí, porque mediando un asesino acuso a mi padre de un homicidio, que ellos pretenden que no ha cometido, y aun dado el caso de que lo hubiera cometido, sostienen que yo no debería perseguirle, puesto que el muerto era un malvado y un asesino, y que por otra parte es una acción impía que un hijo persiga a su padre criminalmente. ¡Tan ciegos están sobre el conocimiento de las cosas divinas, y tan incapaces para discernir lo que es impío de lo que es santo!
Eutifrón cree que hay una ética universal que le obliga a utilizar la misma vara de medir tanto para los familiares como para los extraños. Pero Sócrates tuerce el gesto y la conversación pasa de un estudio acerca de la ética a discutir sobre la piedad. En este, como en otros diálogos, va a ejercer de nihilista, pero disimuladamente, sin que se note demasiado. Y para ello ¿algo mejor que iniciar el rosario de preguntas con una petición definitoria inabarcable?
—Quiero que me des, Eutifrón, una idea clara y distinta de la naturaleza de la santidad. Enséñame, pues, cuál es ese carácter, a fin de que teniéndolo siempre a la vista, y sirviéndome de él como un modelo, esté en posesión de asegurar sobre todo lo que tú u otros hagan, que lo que es ajustado a dicho modelo es santo, y que lo que no lo es, es impío.
El gran preguntador es nihilista porque conoce la imposibilidad de fundamentación racional de los dogmas. En realidad, le está pidiendo a Eutifrón que salga de la caverna y contemple la idea de santidad, algo seguramente imposible en esta vida. Solo es posible un acercamiento, una pseudofundamentación de las "verdades" (dogmas) valorativas (ėticas, políticas, estéticas); también de las cosmovisiones del sentido último (religiosas) y de las "verdades" fácticas o de hecho, que necesitan una correspondencia entre el fenómeno y el noúmeno. Sin embargo, las verdades formales solo precisan consistencia (coherencia) si los axiomas se dan por descontado. Los fenómenos, igualmente, son evidentes: "yo veo ahí una mesa" es siempre verdad si la veo, esté la mesa allí o no. Un sueño es verdad como sueño. Una alucinación es verdad como tal, aunque no se corresponda con lo que muestra.
—Digo, pues, que lo santo es lo que es agradable a los dioses, e impío lo que les es desagradable —responde Eutifrón precipitadamente. Ha caído en la trampa y responde con una pseudofundamentación muy poco consistente, presa fácil del principio de contradicción.
—Vamos a examinarlo —se relame Sócrates lleno de gozo destructivo. Ahora buscará y encontrará las contradicciones. Y si no las encontrare, preguntará y repreguntará a la víctima hasta llegar a la cuestión límite imposible de contestar—. ¿No estamos también acordes en que los dioses tienen entre sí enemistades y odios, y que muchas veces están discordes y divididos? —obsérvese cómo ya ha encontrado la contradicción, pero claro está dando por hecho y sin demostrar todo lo que ha afirmado relativo a los dioses, utilizando con el interlocutor un rigor formal que no aplica a su propio discurso—. Si tú y yo disputáramos sobre dos números para saber cuál es el mayor, ¿esta diferencia nos haría enemigos y nos arrastraría a ejercer violencias? O más bien, poniéndonos a contar, ¿nos pondríamos en el momento de acuerdo? —aquí Sócrates utiliza una trampa muy habitual en él, introduciendo comparativamente una verdad formal, prescriptiva, normativa, de orden, cuando antes estaban estudiando "verdades" valorativas y de sentido último—. Según tú, una misma cosa parece justa a los unos e injusta a los otros, y este disentimiento es la causa de sus disputas y de sus guerras. ¿No es así? ¿Qué prueba cierta tienes de que los dioses todos han desaprobado la muerte de vuestro colono? Trata de probarme, pero de una manera clara y patente, que todos los dioses aprueban la acción de este hijo. Los dioses están divididos —pero esto no lo prueba. Los hombres y estos dioses de pacotilla no parecen muy aptos para ser la referencia ética universal.
—No sé cómo explicarte mi pensamiento; porque todo cuanto decimos parece girar en torno nuestro sin ninguna fijeza —responde Eutifrón aturdido.
—Tus principios se te escapan como tú mismo lo has percibido —declara Sócrates victorioso, aun cuando él no ha explicado ni probado nada; su tarea se ha limitado a destruir dogmas ajenos—. El miedo es siempre compañero de la vergüenza —afirma, introduciendo una nueva verdad formal relativa a la lógica de conjuntos—. El cuidado de los perros pertenece al arte venatorio —ahora introduce una "verdad" (dogma) de conocimiento técnico, contextual, nunca definitivo, como la Medicina, que ensaya y yerra—. La santidad, mi querido Eutifrón, ¿es por consiguiente una especie de tráfico entre los dioses y los hombres? —un nepotismo divino—. O hemos distinguido mal, o si hemos distinguido bien, hemos incurrido ahora en una definición falsa. Es preciso que comencemos de nuevo a indagar.
—En este momento tengo que dejarte —Eutifrón huye despavoridamente, y no será el primero.
—¡Ah!, qué es lo que haces, mi querido Eutifrón, esta marcha precipitada me priva de la más grande y más dulce de mis esperanzas, porque me lisonjeaba con que después de haber aprendido de ti lo que es la santidad y su contraria, podría salvarme fácilmente de las manos de Méleto, haciéndole ver con claridad que Eutifrón me había instruido perfectamente en las cosas divinas; que la ignorancia no me arrastraría a introducir opiniones nuevas sobre la divinidad; y que mi vida sería para lo sucesivo más santa.
Y así concluye burlonamente Sócrates este diálogo plagado de trampas dialécticas, pero extraordinariamente sugerente. Lo que ha quedado burlado no es Eutifrón, sino una razón herida, lastimada, solo omnipotente en su pretenciosidad. Platón, a pesar de que el diálogo quede sin respuesta, nos ha dejado planteadas y abiertas muchas preguntas y sugerencias, muchas dudas y muchas reflexiones, algunas de ellas ya presentes en la tragedia griega. Esta pelea entre ética, moral y ley me recuerda mucho a la Antígona de Sófocles.