Constitución: entre la razón y el delirio
Las constituciones representan un pacto entre generaciones. Son el resultado de una soberanía popular sobria que busca protegerse de los excesos del futuro, estableciendo límites y principios que garanticen la estabilidad, desde el respeto a los derechos básicos, al pluralismo. No surgen de la pasión del momento, sino del análisis prudente de expertos que entienden que el poder, sin frenos, tiende al abuso. La historia demuestra que los momentos de euforia política o indignación generalizada no son buenos consejeros para la redacción de leyes fundamentales. Cuando los procesos constituyentes se impulsan desde el delirio sectario, impulsados por el odio, lo que surge no es una constitución, sino un arma contra el adversario. Las llamadas “democraduras” bolivarianas han demostrado este fenómeno con claridad: en lugar de buscar normas que perduren en el tiempo, han escrito constituciones hechas a medida del caudillo de turno, diseñadas para consolidar el poder y castigar a los opositores. En estos casos, la voluntad popular no es un principio democrático, sino una coartada para el abuso. El problema no es solo la falta de estabilidad que generan estos procesos, sino su capacidad de erosionar la confianza en la propia idea de constitución. Cuando una carta magna deja de ser un acuerdo racional y se convierte en un manifiesto partidista, pierde su legitimidad y se convierte en un instrumento de opresión. Así, en lugar de proteger a las generaciones futuras de los excesos de la política, se convierten en su principal herramienta. Las constituciones deben ser refugios contra el poder desmedido, no vehículos para perpetuarlo. Por eso, la verdadera soberanía popular es la que se ejerce con prudencia, no la que sucumbe a la pasión del momento. Una constitución escrita con furia solo garantiza un futuro de conflicto.