Montevideo

 


No conocía a nadie en París que no escribiera. Ninguno tenía nada que contar. Eran especialistas en naderías estilizadas. Ni siquiera tenían la esperanza de que algún día Dios les contara toda la verdad. Sabían simular que disfrutaban, creyendo que lo parcial era lo total. Rastreaban los vestigios de la nada subyacente, sospechosos acaparadores de migajas con sabor concentrado. Se sentían cómodos en la vida, como cumpliendo un deber revelado. El secreto de aburrir es contarlo todo, pensaban, pero nadie puede hacerlo, creo yo. Mejor es aburrir contando nadas, intuían, sofísticamente, jugando con paradojas humeantes.

Delante de nuestras narices pasan estos hombres: no son felices. Se refugian en las marquesinas. Los cadáveres lo pasan mejor. Escriben de espaldas al público, como los curas antiguos. Solo les salva una cosa: son imposibles de entender. El Gran Lector no llega. La crítica critica sin leerlos, en base a su prestigio regalado. Una descripción minuciosa de cómo escribir hacia el abismo. Nadie los interrumpe. Deslumbrados por el fantasma del artista, firman los autores su vacío, virtuosos del bodrio.

El gran misterio del mundo era que esto al mundo le tuviera sin cuidado. Pero esto yo no lo comentaré con nadie.

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