Me entrevista la Asociación de Gente Aburrida
La Asociación de Gente Aburrida se ha unido a la Institución de Discursos Ininteligibles para realizar tareas hermenéuticas. Digo esto porque hacía tiempo que no pasaba por allí, pero fui porque me querían entrevistar. Impresiona mucho ver a todo el mundo bostezando despiadadamente, histriónicamente, descaradamente. Es muy habitual, cuando un socio se presenta a otro, bostezar abiertamente, cruzándose levemente por el aire el aliento halitósico de los presentes.
—¿Por qué vive retirado?
—Estoy en crisis. He perdido mi relación con el mundo habitual; me exaspera, pero espero que no sea algo definitivo.
—¿Cree que las crisis son una oportunidad?
—Me repelen profundamente esas ligazones conceptuales que se ponen de moda y terminan siendo tópicos. Las crisis son un fracaso. Pero como no se acaba el mundo, hay dos opciones: o intentar salir o acostumbrarse a vivir en el fango, metabolizar el fracaso, si se puede, cambiar las circunstancias interiores, algo que suele terminar sucediendo por el mero pasar del tiempo.
—El aburrimiento es un éxito. Nosotros lo sabemos bien.
—Desde luego, el aburrimiento es el efecto secundario del éxito, de haber solucionado casi todos los problemas acuciantes. Cuando un hombre ha conseguido todas las metas a su alcance, se aburre. Los que odian aburrirse, esos peligrosos hiperactivos, conducen sus vidas buscando problemas con los que entretenerse. Huyo de ellos.
—Usted espía las huellas dejadas por gente rara, aunque más bien parece un ludópata de los conceptos que despliega en forma de raves intuitivos.
—No lo creo. Mis textos son desechos psíquicos que solo yo entiendo y que carecen de interés. Por eso estoy aquí, para aburrirlos a todos ustedes.
—¿Por qué lo hace?
—Porque me es imposible no hacerlo. He leído a los quietistas y siempre les noté muy inquietos, quieren ir demasiado lejos. No me los creo. Sus consejos no surten efecto en mí.
—¿Por qué quiere desaparecer?
—Yo no quiero desaparecer. Es imposible desaparecer porque nunca he aparecido. La desaparición me gusta como gesto. Me refugio en la contemplación de un tipo de arte que no quiere alimentarse de mundo. Es un intento de mostrar la espalda al mundo, pero con el oído atento y observándolo con el rabillo del ojo. Sepa usted que dedico al menos diez minutos al día a la lectura de los periódicos.
—¿Y qué le pasa al mundo?
—Pues que es una farsa muy repetitiva y exasperante. Hay excepciones, claro. El arte, la filosofía, la teología o la poesía también son farsas, pero me atraen porque son muy aburridas. La búsqueda de esas excepciones es la intuición patafísica de la conciencia.
—¿Y la música?
—Una gran parte es una farsa que se imita a sí misma, como ocurre con el pop. La música verdadera, auténtica no tiene nada de farsa, es la representación de la extrema seriedad.
—Thoureau dijo que "la felicidad es como una mariposa. Cuanto más la persigues, más huye. Pero si vuelves la atención hacia otras cosas viene y se posa suavemente en tu hombro". ¿Está de acuerdo?
—Estoy de acuerdo en la primera parte, justo la que no tiene pretensiones poéticas. La segunda, por tenerlas, roza lo cursi y es mentira.
—En Prov 3,5 se dice "Confía en Yaveh de todo corazón y no te apoyes en tu entendimiento (...) Él endereza tus senderos".
—Dicho así encontrará pocos adeptos. Si sustituye 'Yaveh' por 'Tao' encontrará numerosos seguidores.
—¿Por qué insiste en tratar de convencer de que el mundo es misterioso?
—Porque todo el mundo lo sabe, pero se comporta como si no lo fuese.
—Me vale, pero, entonces, ¿por qué le exaspera?
—La sensación de claridad es la inercia del yo, el fruto de la fe, de la creencia, de los prejuicios, de lo social. Porque hay demasiada gente ajena al misterio que se comporta como si entendieran lo fundamental.
—¿Qué es para usted fundamental?
—Literalmente, una boina o un sombrero. El misterio no me deja responderle en serio. Era muy feliz Schopenhauer en la soledad de su habitación, cuando se sentía el centro del universo.
Salí de la A.G.A. para que me diera un poco el aire y, al rato, mientras me tomaba un café en un bar deprimente, lleno de individuos aburridísimos, pensé en quiénes eran los verdaderamente aburridos: ellos o yo. Yo, para ellos, resultaba aburrido, eso era indudable; ellos, para mí, unos muermos. Por tanto, debíamos evitar de una manera o de otra coincidir y, así, no amuermarnos mutuamente. En el fondo, tenía ciertas dudas porque, realmente, yo nunca me aburría cuando estaba solo; solo me aburría cuando estaba acompañado de personas hiperactivas: «cuando el diablo nada tiene que hacer, mata moscas con el rabo», me dije a lo Sancho Panza. Creo comprender que, para un hiperactivo, distraerse significaba cambiar constantemente de aburrimiento, y creer, además, que aburrirse es una enfermedad cuya medicina es el trabajo. No sé quién escribió que el aburrimiento es la enfermedad de las personas felices, pero, quizás, el que se lleva bien consigo mismo sea más proclive a ignorar el aburrimiento, no lo sé.