Banda sonora

 




Me hago aficionado a la música clásica con Debussy; luego aparecen Ligeti y Kaija Saariaho. La música es el hogar de los solitarios, o quizá su último refugio, donde el fuego alumbra una forma enrarecida de sosiego, un placebo idílico en el que no se desvanece ese vacío insondable de lo pensado. En la música nos esperan todos los edenes soñados, incluso los largos caminos tenebrosos y esperanzados que a ellos conducen. Aparecen las fragancias, las nieblas, los rumores de los bosques. Sin la tensión romántica, la música se torna etérea, ya no desarrolla los temas, no trata de explicar, no hay transiciones. Simbolismo, poesía, la vaguedad recoge el testigo, es el turno de lo incorpóreo. Una armonía de sonidos que hace soñar, donde prima la sugestión, lo evocado, lo indefinido, que despierta el alma y sus fantasmas: Comienzo a deambular sin rumbo. El mundo aparece como un misterio para contemplar lo que intuyo indescifrable. Camino sabiendo que no voy a llegar a ningún sitio. Es un paseo. La melodía se disuelve, no contesta, no afirma, se evade, balbucea un mundo encantador y onírico, como una vibración del alma, un recorrido inconsciente y brumoso donde los colores apagados se vislumbran en toda su ideal intensidad. La brisa me acaricia la cara, huele a mar, a bosque húmedo. Las ninfas cantan en la lejanía y un resto de lumbre señala un refugio próximo. La tristeza no existe, sólo es un ligero picor que no molesta sino que realza una realidad onírica. Noto una amenaza. En plena espesura me siento abandonado, pero no absolutamente. El final llega en un último esfuerzo armónico: la madera desciende mientras el piano asciende con esfuerzo. El anima mundi decide el silencio.

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