La peste de Tucídides

Leo el pasaje de Tucídides que sigue a su famosa «Oración Fúnebre» (que Platón citó en su Menexeno), donde se encuentra descrita la peste que asoló Atenas en época de Pericles y que contó divinamente el gran historiador en su Historia de la Guerra del Peloponeso, libro segundo, párrafo 47. Los clásicos tuvieron el pudor y la dulce inteligencia de esquivar en lo posible el cínico maniqueísmo. Me asomo también a algunas tragedias griegas y sorprende la sublime complejidad con la que tratan los temas. En Twitter, ese lugar en el que la gente comparte sus desechos aforísticos psíquicos en voz alta, observo justamente lo contrario: la ideología se convierte en la medida, en la camisa de fuerza que fundamenta unas opiniones contundentes, injustas y simples. No es un conflicto de visiones, que diría Sowell, es la sumisión inconsciente contra el enemigo. En los clásicos, el héroe siempre tiene defectos, cede a tentaciones diabólicas, es arrastrado por el destino, arrasado por el poderío de los dioses, siempre inmerso en la angustia, en la absoluta soledad. La hybris, el engreimiento del héroe, se suele pagar con rotundidad. Edipo, Orestes o Antígona dudan, sufren por la decisión y la responsabilidad de las consecuencias. Abundan las situaciones complejas, no todo es justo o injusto. Aprenden con el sufrimiento. Y aunque no siempre la venganza es sustituida por la justicia y el perdón, a veces, encuentran la paz.
   


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