El ruido eterno
Acabé mirando por la ventana de mi cuarto cómo caían más de cuarenta litros por metro cuadrado en menos de media hora. Todo ello dentro de un espectáculo de rayos y truenos fascinante. La temperatura se derrumbó y, cuando cesó la tormenta, abrí las ventanas para que corriera el aire fresco.
En mi cabaña solitaria se oyen muchas voces. A veces pienso que son demasiadas, pero, otras, callan a la vez y eso me parece muy angustioso.
A los ventrílocuos de Dios les interesa propagar que vox populi, vox dei. Pero la voz del pueblo es la voz del diablo, como el azar. Las multitudes tienden a alinearse como una sola mente de nivel inferior. «Los hombres son mejores de lo que uno piensa», me reprocha Mahler. «Ahora me encuentro solo con mi asesino», contesta Georg Trakl.
Hay espectadores que ven la música como condimento; otros, como conocimiento. En el límite, ética y estética son una misma cosa, la verdad. Un artista puro nunca creará para gustar. Ahora bien, el hecho de que no guste no le convertirá en artista. La esperanza secreta de todo creador fracasado es que su obra sea reconocida en el futuro. Pero ¿qué le hace suponer que el criterio futuro será más laxo que el actual?
El artista, cuando decide recluirse en soledad, no necesita mover los brazos en busca de atención, no necesita provocar: «Decidí escribir una obra para mí mismo y mandar al infierno al público y a los intérpretes», dijo Elliott Carter cuando se aisló en el desierto de Sonora. «Si es arte, no es arte para todos; si es arte para todos, no es arte», sentenció un Schoenberg malhumorado. Podríamos reprocharle que no es posible hacer literatura mediante fórmulas matemáticas, y por tanto, el serialismo nunca será ni música ni arte: «A menudo me ha parecido insoportable la obligación de utilizar los doce tonos», afirmó Boulez. En realidad, es una defensa de la igualdad de las notas, una ridícula discriminación positiva, como todas. La tonalidad, que defiende la idea de la supremacía de unas notas sobre otras dentro de cada escala, sería vista como una ideología de derechas. «Quizás el nacimiento del arte tenga lugar cuando el último hombre que desee ganarse la vida con el arte haya desaparecido para siempre», sentenció Charles Ives. Y, aunque el arte pertenezca al inconsciente, como apuntó Kandisky, también es cierto que la vida lo afea todo, como defiendía Strindberg. Así, por ejemplo, la masa no soporta la música contemporánea. Sin embargo, sí lo hace en el cine donde su influjo es enorme. Pero no se dan ni cuenta. Acaso por todo ello Debussy propuso la creación de una sociedad de esoterismo musical, elitista, por supuesto.
Los plagiadores del silencio tienen miedo a la banalidad. Acaso piensan que la vida es un continuo acorde de espera. Hay arte que cierra la expectativa y arte que la amplifica.
La música también molesta, y no sólo la del vecino. El machaqueo incesante de las melodías publicitarias y las de los documentales de radio y televisión es una tortura parecida a escuchar una playlist sin fin de Mecano.
En mi cabaña solitaria se oyen muchas voces. A veces pienso que son demasiadas, pero, otras, callan a la vez y eso me parece muy angustioso.
A los ventrílocuos de Dios les interesa propagar que vox populi, vox dei. Pero la voz del pueblo es la voz del diablo, como el azar. Las multitudes tienden a alinearse como una sola mente de nivel inferior. «Los hombres son mejores de lo que uno piensa», me reprocha Mahler. «Ahora me encuentro solo con mi asesino», contesta Georg Trakl.
Hay espectadores que ven la música como condimento; otros, como conocimiento. En el límite, ética y estética son una misma cosa, la verdad. Un artista puro nunca creará para gustar. Ahora bien, el hecho de que no guste no le convertirá en artista. La esperanza secreta de todo creador fracasado es que su obra sea reconocida en el futuro. Pero ¿qué le hace suponer que el criterio futuro será más laxo que el actual?
El artista, cuando decide recluirse en soledad, no necesita mover los brazos en busca de atención, no necesita provocar: «Decidí escribir una obra para mí mismo y mandar al infierno al público y a los intérpretes», dijo Elliott Carter cuando se aisló en el desierto de Sonora. «Si es arte, no es arte para todos; si es arte para todos, no es arte», sentenció un Schoenberg malhumorado. Podríamos reprocharle que no es posible hacer literatura mediante fórmulas matemáticas, y por tanto, el serialismo nunca será ni música ni arte: «A menudo me ha parecido insoportable la obligación de utilizar los doce tonos», afirmó Boulez. En realidad, es una defensa de la igualdad de las notas, una ridícula discriminación positiva, como todas. La tonalidad, que defiende la idea de la supremacía de unas notas sobre otras dentro de cada escala, sería vista como una ideología de derechas. «Quizás el nacimiento del arte tenga lugar cuando el último hombre que desee ganarse la vida con el arte haya desaparecido para siempre», sentenció Charles Ives. Y, aunque el arte pertenezca al inconsciente, como apuntó Kandisky, también es cierto que la vida lo afea todo, como defiendía Strindberg. Así, por ejemplo, la masa no soporta la música contemporánea. Sin embargo, sí lo hace en el cine donde su influjo es enorme. Pero no se dan ni cuenta. Acaso por todo ello Debussy propuso la creación de una sociedad de esoterismo musical, elitista, por supuesto.
Los plagiadores del silencio tienen miedo a la banalidad. Acaso piensan que la vida es un continuo acorde de espera. Hay arte que cierra la expectativa y arte que la amplifica.
La música también molesta, y no sólo la del vecino. El machaqueo incesante de las melodías publicitarias y las de los documentales de radio y televisión es una tortura parecida a escuchar una playlist sin fin de Mecano.