El hombre amorfo, el hombre sin deseo, el hombre sin voluntad debe recurrir al frío, a la contemplación, a la metafísica, una forma de amar platónica. Un hombre despojado de casi todo, con hábitos ascéticos, aparentemente más cerca —acaso más lejos— de Dios, donde el tiempo va desapareciendo a medida que transcurre. El principio de no contradicción, la coherencia, es su vara de detectar mentiras. El fin de su crítica constante e infructuosa no es descubrir verdades húmedas y escurridizas, sino evaluar si la obra, el discurso, es en sí mismo un sistema coherente de signos. A veces se desliza hacia una noción de autor nada relevante, que incluso molesta un poco, y apunta hacia una fijación por atrapar textos, una especie de nomadismo intelectual, un arte de recolectar fragmentos, acaso más nutritivos si los sacamos fuera de su corsé contextual. La mayoría afronta la vida convencidos de que el ideal es alcanzable en su realización práctica; otros, en cambio, platónicos irónicos, solo se entretienen buscando el gozo de su contemplación.
Tatarkiewicz sigue buscando propiedades comunes, no en las mismas obras de arte, sino más bien en las intenciones que subyacen a ellas, en el efecto que producen en la gente, en la relación que mantienen con la realidad. Una definición del arte, me dice, debe tener en cuenta tanto la intención como el efecto.
Pero para mí lo más relevante es esa materialización imperfecta de las formas trascendentales que ya entrevió Dionisio de Halicarnaso cuando insistía en que el arte despertaba «un ardor en el alma». Plotino también pensaba que con él «recordaba la existencia verdadera». Pseudo-Dionisio intuía que era el «arquetipo del mundo invisible». Miguel Ángel que con él se «inicia un vuelo hacia el cielo». Novalis consideraba el arte como «una visión de Dios en la naturaleza»; y para Hegel era «el conocimiento de las leyes del espíritu».
Los artistas y escritores de nuestra época, continúa Tatarkiewicz, dicen que el arte les eleva por encima de la monotonía de la existencia cotidiana, que para ellos es una fuente de vida, o que con él la efímera vida adquiere una configuración. Ahora comprendemos las palabras de Koestler cuando dice que el arte tiene un atractivo trascendental y un efecto catártico, oponiéndose al pseudoarte que es solo un mero pasatiempo más o menos agradable.
Tatarkiewicz sigue buscando propiedades comunes, no en las mismas obras de arte, sino más bien en las intenciones que subyacen a ellas, en el efecto que producen en la gente, en la relación que mantienen con la realidad. Una definición del arte, me dice, debe tener en cuenta tanto la intención como el efecto.
Pero para mí lo más relevante es esa materialización imperfecta de las formas trascendentales que ya entrevió Dionisio de Halicarnaso cuando insistía en que el arte despertaba «un ardor en el alma». Plotino también pensaba que con él «recordaba la existencia verdadera». Pseudo-Dionisio intuía que era el «arquetipo del mundo invisible». Miguel Ángel que con él se «inicia un vuelo hacia el cielo». Novalis consideraba el arte como «una visión de Dios en la naturaleza»; y para Hegel era «el conocimiento de las leyes del espíritu».
Los artistas y escritores de nuestra época, continúa Tatarkiewicz, dicen que el arte les eleva por encima de la monotonía de la existencia cotidiana, que para ellos es una fuente de vida, o que con él la efímera vida adquiere una configuración. Ahora comprendemos las palabras de Koestler cuando dice que el arte tiene un atractivo trascendental y un efecto catártico, oponiéndose al pseudoarte que es solo un mero pasatiempo más o menos agradable.