Pitágoras, Houellebecq y Schopenhauer
«Cuánto ridículo abarca la vista aérea del yo», me recuerda José Luis Morante. Acaso lo ridículo es intentar no parecer ridículo. Hay vistas aéreas, subterráneas e interiores que ridiculizan con tenacidad profesional. «Habla de sí mismo con solvencia insólita, como si conociese la estructura nómada de las corrientes marinas, la temperatura interior de un volcán activo o la disolución exacta de la niebla». Creía conocer la técnica para no apreciar lo nebuloso de mi mente. Si me empeño, veo nitidez hasta en un cuadro de Monet. «Con la edad, el yo es un edificio de renta antigua; hay grietas visibles y parte de su estructura se ha venido abajo». Creo que el yo tiene más grietas cuando se es joven, pero el cuerpo las tapa con una vistosa cal con fecha de caducidad.
Luego leo que alguien duda de que Houellebecq, el pesimista lector de Schopenhauer, siga creyendo en una nada que casi obligue a quedarse tranquilo en un rincón, esperando el envejecimiento y la muerte. Como si quedarse quieto no fuese una decisión arriesgadísima. Y yo me acuerdo de Pitágoras cuando decía, según cuenta Diógenes Laercio unos siglos más tarde, que la vida es como una competición; algunos son luchadores, otros vendedores ambulantes, pero los mejores aparecen como espectadores. Imagino que desde un estado mental que sintonice con la belleza, con la experiencia estética o con el arte, conceptos sutilmente diferentes. No hay suspensión de la voluntad cuando uno decide no hacer nada y observar. La mayoría no resiste cinco minutos y abandona la observación buscando una acción que palíe el picorcillo. La cabezonería del contemplador extasiado ante una imagen difusa que evoca el sublime mundo de las formas eternas de Platón. Un sentido interior del alma o un remedio para el aburrimiento. Schopenhauer creía que abandonándose voluntariamente en la contemplación se podía doblegar la voluntad. Curioso oxímoron que le persiguió toda su vida. Cuánto ridículo abarca la vista aérea del tú.
Luego leo que alguien duda de que Houellebecq, el pesimista lector de Schopenhauer, siga creyendo en una nada que casi obligue a quedarse tranquilo en un rincón, esperando el envejecimiento y la muerte. Como si quedarse quieto no fuese una decisión arriesgadísima. Y yo me acuerdo de Pitágoras cuando decía, según cuenta Diógenes Laercio unos siglos más tarde, que la vida es como una competición; algunos son luchadores, otros vendedores ambulantes, pero los mejores aparecen como espectadores. Imagino que desde un estado mental que sintonice con la belleza, con la experiencia estética o con el arte, conceptos sutilmente diferentes. No hay suspensión de la voluntad cuando uno decide no hacer nada y observar. La mayoría no resiste cinco minutos y abandona la observación buscando una acción que palíe el picorcillo. La cabezonería del contemplador extasiado ante una imagen difusa que evoca el sublime mundo de las formas eternas de Platón. Un sentido interior del alma o un remedio para el aburrimiento. Schopenhauer creía que abandonándose voluntariamente en la contemplación se podía doblegar la voluntad. Curioso oxímoron que le persiguió toda su vida. Cuánto ridículo abarca la vista aérea del tú.