Citas compulsivas

Mientras desayuno, Gregorio Luri me dice que durante el Canto III de la Divina comedia, Dante se venga de los indiferentes, los que se mueven ambiguamente entre el bien y el mal cuidando de no mancharse las manos ni con compromisos, ni con ideas propias. Tienen vedado el acceso tanto al cielo como al infierno, así que corren atolondrados y desnudos en pos de una bandera blanca sin escudo, en tierra de nadie.
   Las citas no son una apelación a la autoridad, no son una falacia en sí misma. Hay escritores ensambladores de citas, artesanos hábiles en modelar la intertextualidad, un discurso compuesto con los ladrillos de otros. Cada ladrillo representa  un  logro  o  un  hallazgo escrito por nuestros predecesores, una colección de los grandes aciertos del pasado, nuestro patrimonio de clarividencias, como dice Vila-Matas. Hay que apropiarse de todo ello antes de desperdiciarlo, y para ello nada mejor que incrustarlo en un discurso coherente y atractivo.
   Ser un archivero de citas para poder disponer de ellas cuando a uno le apetezca es una afición compulsiva, no sé si banal y estúpida, pero desde luego honrada y agradecida, ajena a la infinita charlatanería sofística y falaz de nuestro tiempo. Por eso los clásicos son los libros de hoja perenne, y entre sus hojas los coleccionistas rebuscamos. Sin embargo, en las librerías abundan los autores con vocación caducifolia, libros cuya hojarasca solo sirve para tapar los hoyos donde todos los Tales del mundo acaban cayendo.


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