De Debussy a Wittgenstein

Paseo por lugares extraños, donde las farolas escasean, en los que se perfilan las iluminadas buhardillas de techos oblicuos, en las que habitan pálidos genios que luchan contra el insomnio y meditan abstraídos con sus hábitos monacales, artistas solitarios consumidos, de furiosos ideales, que desafían la perseverancia extrema del ego herido, desesperado, en busca de la libertad, la locura y la muerte. Ahora me encuentro solo con mi asesino, me dice Georg Trakl. Schoenberg me avisa de que el artista serio debería dejar de agitar sus brazos en un intento de llamar la atención y retirarse a una soledad en compañía de sus propios principios. Más bien demonios. Cuando se corrió la noticia falsa sensacionalista de la muerte de Dios, surgió con fuerza la vox populi. Pero nunca supe si era la voz del pueblo de ahora o la del pueblo futuro. Resultó ser falso, un perfecto fiasco. La voz del pueblo era la voz de Satanás cuando aparecieron los ventrílocuos del dios para aprovecharse de ella.
   La música no solo debe buscar hacer feliz a la gente; por eso Debussy defiende que la música debe ser realmente una arte hermético, conservado en textos de difícil y extenuante interpretación que desanime a todo aquel que pretenda servirse de ella con la ligereza con que se sirven de un pañuelo. Se anticipa a Wittgenstein pensando que de lo que no se puede hablar mejor callar o ponerle música. El arte pertenece al inconsciente. La vida lo afea todo, me susurra Strindberg. Eisler me contesta que el gran arte, como sostiene el otro diablo, solo puede seguir produciéndose en medio de un aislamiento y soledad absoluta, ajenos a los referentes populistas, a los ídolos de la superficialidad trivial.


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