Schumpeter y Sartori

LLEVABA TIEMPO confeccionando un catálogo de palabras nefastas, palabras que, al ser pronunciadas, levantaban tal cantidad de polvo lleno de alérgenos, de prejuicios, de malentendidos que oscurecían y deformaban temporalmente la comunicación entre los hombres. Naturalmente, tales frases no pasarían un simple examen hermenéutico; pero eso a quién le importaba.
   En la palabra «ciencia» había pensado mucho. Le provocaba ternura imaginar a los que de ella esperaban una varita mágica para la contemplación utilitaria de lo verdaderamente real.
   Pero en el primer lugar del desasosegante ranking reinaba una especie de tirana, la palabra «democracia». Todo el mundo se arrodillaba ante ella. Le provocaba inquietud escucharla pronunciar por los acróbatas del cinismo, la desvergüenza y la delincuencia. Se trataba de un uso caricaturesco y superficial que reducía su complejidad a una burda película de Cantinflas. En este caso, la etimología añadía demasiada simpleza a un concepto tan complejo y terminaba distorsionándolo: «una democracia mal comprendida es una democracia mal dispuesta», escribió Giovanni Sartori.
   Otra palabra envenenadora era «igualdad". Solo consideraba deseable la igualdad ante la ley, es decir, la isonomia de los griegos. Pero ¿qué eran esas otras llamadas a la igualdad en el ser, en el tener, en el aparentar o en los méritos y esfuerzos?
   El pueblo no elige a quien lo cura, sino a quien mejor lo hipnotiza, pensaba, recordando las palabras de Joseph Schumpeter: «el ciudadano normal desciende a un nivel inferior de prestación mental tan pronto como penetra en el campo de la política. Argumenta y analiza de manera que él mismo calificaría de infantil si estuviera dentro de la esfera de sus intereses efectivos».
   Lo que no entendía era el por qué de todo esto y aquello. Quizá el objeto de la filosofía política solo fuese un sistema general de relaciones carente de centro, un pasatiempo que encuentra excusas hasta para el suicidio de Sócrates.


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