Hola, ausencia

Hola, ausencia, siempre presente. Aquí estoy de nuevo, sentado en mi sillón, rellenando huecos, los que tú provocas. Acaso, el mejor lugar del mundo en el que puedo estar y al que vuelvo siempre que las fuerzas azarosas me alejan de él. En sí mismo es un sitio bastante aburrido. Objetivamente, nunca pasa nada de especial relevancia. Lo último que se salió del guion fue que se me derramó una gota de café y manché su tapicería. Me costó al menos diez minutos de frote eliminarla. Quedó como nuevo, iluminado por la cálida luz del mundo que fluye desde mi lámpara. Lo que hay ahí fuera no me interesa demasiado. Si tuviera mucho dinero, no sabría qué hacer con él. Seguramente, estaría haciendo lo mismo que estoy haciendo ahora. Sí, todo esto parece absurdo, pero precisamente por eso, como ya escribió Tertuliano, hay que creerlo. Nadie que no sepa coexistir con el absurdo puede vivir.

Hay ficciones que no me creo, como la literatura o el cine. Hay ficciones que algunos creen, como la religión para los creyentes. Hay ficciones totalmente creíbles, como los sueños, mientras se duerme, o la realidad, mientras se cree estar despierto. Precisamente, las ficciones creídas son las más problemáticas, pues ya no se consideran ficción y pasan a ser algo así como un engendro conceptual que hay que escribir necesariamente entre interrogaciones y exclamaciones, si queremos ser honestos.

La vida no se ha hecho para comprenderla, sino para vivirla [¿comprendes?], me dice Santayana. Bueno, lo escrito entre corchetes es un añadido mío. Usted perdone, pero no he podido resistirme. Si el hombre tiene algo casi divino es su capacidad de insatisfacción.

José Luis Morante me cuenta a través de su excelente blog Puentes de papel que pocas afirmaciones le han convulsionado tanto, en torno al misterio de la creación poética, como la formulada por Eloy Sánchez Rosillo, al dar una conferencia en el ciclo Poesía y poética  de la Fundación Juan March: «Yo no tengo teorías, tengo poemas». Desconozco si Eloy citó a María Zambrano. Escribió mucho acerca de la razón poética.

¿Por qué Dios permite el mal en el mundo?, se pregunta Pedro G. Cuartango. No lo entiendo, dice. Quizás mi querido amigo, Moisés Salgado, el prior de la abadía de Silos, tenga una respuesta. Él me dijo que hay que seguir buscando, pero yo solo veo dolor, desolación y miseria, concluye. Pero, un momento, añado yo, ¿qué piensa un niño cuando su padre lo lleva a que un señor desconocido le pinche una aguja en el brazo? ¿Qué sentirá el pobre niño cuando su madre, esa que tanto dice quererle, le da unos azotes simplemente por cruzar una calle sin mirar si vienen coches? Las respuestas a determinadas realidades acaso se hallen en los niveles superiores de realidad. Hacer preguntas con tanto nivel de angustia anuncia una cierta seguridad en la no existencia de esa realidad superior, una especie de fe negativa que les cierra el mundo. Hay que seguir buscando, dijo Sócrates —y también Moisés Salgado—, mantenerse al borde y abiertos al misterio que rodea la realidad, ese cuyas disonancias resultan a veces tan sugestivas.







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