De Platón a Puigdemont
Solo muy de vez en cuando me acuerdo de que el poder es una esclavitud sutil en manos de hombres muy poco sutiles. Platón se atrevió a meterse en política como un acto en defensa propia. Es cierto que quiso experimentar en Siracusa las ideas sobre las que tanto le gustaba teorizar, pero lo de Sicilia fue solo un ensayo en tres actos que terminó chocando con la naturaleza humana. Y digo lo de la defensa propia porque creo que pensaba que había que gobernar, no porque le gustara hacerlo, sino para asegurarse de que no lo hicieran los tontos o los malos.
Al salir del templo, me pregunto por qué se fue hasta allí. Platón era un hombre austero al que el lujoso modo de vida siracusano no le hacía mucha gracia. Creo encontrar una posible respuesta en una de sus cartas, concretamente en la quinta, donde dice que nació «tarde en su patria y se encontró con que el pueblo ya era anciano y estaba acostumbrado por los que le habían precedido a obrar muchas acciones nada acordes con sus consejos».
Esta inadaptación es esencial en los espíritus superiores —me susurra Schopenhauer al oído— y es inevitable. Por mucho que se trasladara a otros lugares y culturas, debía saber que si abandonaba una Grecia imperfecta se encontraría con grados de imperfección crecientes en otros lugares.
Mientras mi vecino me habla del intenso calor que hace, pienso en una viñeta de El Roto que dice que mantener a la gente en el infierno es algo sencillo, solo hay que convencerlos de que no hay otro lugar. ¡Menuda solución sería esa para frenar la inmigración!, pero acaso olvide el sofista —de manera voluntaria y malévola— el caso contrario: que también se puede despreciar un mundo aceptable haciendo creer a la gente que hay un paraíso al alcance de políticos que creen que pueden. La izquierda tiene un problema cuando uno de sus lúcidos líderes europeos considera que hay que saber conciliar ser de izquierdas y ser creíble. Yo me conformaría con no verles hacer el ridículo con tanta intensidad. Y es que, desgraciado de mí, me estoy acordando de Pedro Sánchez, que aspira a negociar con la Generalidad golpista un paquete de reformas constitucionales que no están ni a su alcance. Es como si yo pretendiera vender el Edificio España cuando ni siquiera es de mi propiedad.
A las doce y cuarto me da por pensar, con cierta indignación afectada, que aún se atreve a acusar a Rajoy de inmovilista. ¡Qué manía de moverse la de los hiperactivos! Moverse mucho para no hacer nada y terminar agotando a los demás. Es complicado subsistir entre sus temblores y aspavientos. Yo a Rajoy le aconsejaría salir del inmovilismo, sí, pero en sentido contrario, por ejemplo, planteando de primeras la devolución de la competencia de Educación a todas las autonomías.
Me aterro ligeramente cuando veo que Puigdemont y el resto del frenopático sobreviven porque hay una izquierda tan esperpéntica que sigue identificando la idea de la España unida con el franquismo y el PP. «Agitemos, agitemos. A ver qué pasa. Con esta izquierda puede ocurrir cualquier cosa», pensará Junqueras, el más listo de la clase. Y eso es lo que los mantiene: Puigdemont parece aún más tonto que Arturo Mas, pero tiene a su favor que la izquierda española comparte sus pocas luces y la hiperactividad deseante, obsesionada con tener más y más con la burda excusa de la igualdad.
Al salir del templo, me pregunto por qué se fue hasta allí. Platón era un hombre austero al que el lujoso modo de vida siracusano no le hacía mucha gracia. Creo encontrar una posible respuesta en una de sus cartas, concretamente en la quinta, donde dice que nació «tarde en su patria y se encontró con que el pueblo ya era anciano y estaba acostumbrado por los que le habían precedido a obrar muchas acciones nada acordes con sus consejos».
Esta inadaptación es esencial en los espíritus superiores —me susurra Schopenhauer al oído— y es inevitable. Por mucho que se trasladara a otros lugares y culturas, debía saber que si abandonaba una Grecia imperfecta se encontraría con grados de imperfección crecientes en otros lugares.
Mientras mi vecino me habla del intenso calor que hace, pienso en una viñeta de El Roto que dice que mantener a la gente en el infierno es algo sencillo, solo hay que convencerlos de que no hay otro lugar. ¡Menuda solución sería esa para frenar la inmigración!, pero acaso olvide el sofista —de manera voluntaria y malévola— el caso contrario: que también se puede despreciar un mundo aceptable haciendo creer a la gente que hay un paraíso al alcance de políticos que creen que pueden. La izquierda tiene un problema cuando uno de sus lúcidos líderes europeos considera que hay que saber conciliar ser de izquierdas y ser creíble. Yo me conformaría con no verles hacer el ridículo con tanta intensidad. Y es que, desgraciado de mí, me estoy acordando de Pedro Sánchez, que aspira a negociar con la Generalidad golpista un paquete de reformas constitucionales que no están ni a su alcance. Es como si yo pretendiera vender el Edificio España cuando ni siquiera es de mi propiedad.
A las doce y cuarto me da por pensar, con cierta indignación afectada, que aún se atreve a acusar a Rajoy de inmovilista. ¡Qué manía de moverse la de los hiperactivos! Moverse mucho para no hacer nada y terminar agotando a los demás. Es complicado subsistir entre sus temblores y aspavientos. Yo a Rajoy le aconsejaría salir del inmovilismo, sí, pero en sentido contrario, por ejemplo, planteando de primeras la devolución de la competencia de Educación a todas las autonomías.
Me aterro ligeramente cuando veo que Puigdemont y el resto del frenopático sobreviven porque hay una izquierda tan esperpéntica que sigue identificando la idea de la España unida con el franquismo y el PP. «Agitemos, agitemos. A ver qué pasa. Con esta izquierda puede ocurrir cualquier cosa», pensará Junqueras, el más listo de la clase. Y eso es lo que los mantiene: Puigdemont parece aún más tonto que Arturo Mas, pero tiene a su favor que la izquierda española comparte sus pocas luces y la hiperactividad deseante, obsesionada con tener más y más con la burda excusa de la igualdad.