Agustín


Si no creéis, no comprenderéis. Esta sentencia, resultado de la traducción libre de un versículo del libro de Isaías (si no creéis, no subsistiréis), sintetiza el espíritu que impregna todo el pensamiento cristiano durante la Edad Media. Una enorme petición de principio en el que las respuestas ya están dadas de antemano. A simple vista, pareciera que aquí primero viene la verdad y después su comprensión intelectual.

Agustín no sabía griego, que era la lengua de la ciencia y la filosofía, por lo que disfrutó de un conocimiento más bien escaso y por lo general indirecto de las grandes filosofías del pasado.

Las Sagradas Escrituras le parecieron llenas de contradicciones, y la crueldad y el carácter fantasioso del texto no tardaron en decepcionar y parecer ridículos al joven filósofo. Tras la decepción, Agustín halló por fin las certezas que su alma buscaba en las doctrinas pseudofilosóficas de una secta oriental que había cosechado un notable éxito entre los espíritus más elevados del tardo imperio: los maniqueos.

Años más tarde, comparando las abundantes fábulas de los maniqueos, le parecían mucho más probables las teorías de los filósofos. Las lecturas indirectas platónicas surtieron un doble efecto sobre el ánimo de san Agustín, uno negativo y el otro positivo. Por un lado, encontró en ellas una vía de escape para abandonar definitivamente un maniqueísmo que se le mostraba cada vez más absurdo.

Es entonces cuando las doctrinas del cristianismo se le aparecieron bajo una nueva luz, que apenas tenía que ver con la religiosidad cerril y literal que había conocido en África. San Ambrosio transcendía la estricta literalidad del texto para desentrañar el auténtico sentido filosófico del mismo. El platonismo le ofrecía una armazón con la que dotar de dignidad filosófica a la doctrina cristiana en la que había sido educado, y que hasta entonces le había parecido carente de la menor dignidad y solvencia intelectual. Decidió abandonar definitivamente a los maniqueos y convertirse en catecúmeno de la Iglesia católica, que sus padres le habían recomendado.

En tan solo siete años, los que van desde 388 hasta 395, san Agustín pasó de ser un recién bautizado a convertirse en obispo de Hipona, aunque había tenido intención de consagrarse a la oración y la reflexión teológica, constituyendo en torno a sí una pequeña comunidad monástica dedicados por entero a la contemplación y a la lectura de las Escrituras.

Aún era reciente la aprobación del Edicto de Tesalónica por parte del emperador Teodosio (380), por el que se reconocía al cristianismo como la religión oficial del Imperio, culminando así la larga sucesión de decretos y edictos que, desde época de Constantino, habían ido consolidando la posición privilegiada de la fe cristiana. Pero ese catolicismo emergente que acababa de estrenar oficialidad era aún una fe en proceso de definición, sacudida (para sus jerarcas) por infinidad de interpretaciones y sensibilidades distintas que, a medida que se fue definiendo la ortodoxia, pasaron a etiquetarse como heréticas.

En el año 400, y escritas probablemente entre 397 y 398, publicó Las Confesiones, la primera autobiografía de la historia, cuando tenía poco más de cuarenta años. Se trata, pues, del relato de los años que median entre su nacimiento y la conversión.              

El pensamiento de san Agustín se tiñó entonces de forma lenta pero inexorable de tonos cada vez más pesimistas y sombríos. A ello contribuyó de forma decisiva un acontecimiento de enorme envergadura que hizo temblar los cimientos de la historia. El 24 de agosto de 410 las huestes godas dirigidas por Alarico consiguieron entrar en Roma y someter a la ciudad a saqueo, después de ochocientos años de inexpugnabilidad. San Jerónimo, el autor de la Vulgata, se preguntaba cómo era posible que hubiera sido conquistada la ciudad que había conquistado el Universo, y concluía desconsolado: Si Roma puede perecer, ¿qué queda a salvo?

No pocos paganos hallaron la explicación a la decadencia en el abandono de los antiguos valores de los dioses tradicionales en beneficio de una nefasta secta oriental, el cristianismo.

El gnosticismo tenía la visión de la creación (el mundo) como producto de las fuerzas del mal, el mito de la caída del alma, elemento divino aprisionado en un cuerpo material, la promesa futura de la llegada de un redentor y la victoria final del Dios transcendental y del principio del bien. Se trataba, por lo tanto, de una concepción pesimista y con fuertes tintes dualistas: por un lado el fragmento divino (alma) encerrado en el cuerpo, por el otro el mundo creado y el propio cuerpo como manifestación del mal. Pero el conocimiento que proporcionaba la verdad gnóstica no era simplemente un conocimiento intelectual, sino que tenía también una función salvífica. Al desvelársele la historia y el sentido de la creación, el «perfecto» descubría que su misión consistía en la liberación de esa partícula divina a través de la práctica de un ideal ascético y purificador.

Con san Agustín se materializa lo que Nietzsche denunciaría siglos más tarde, cuando definió acertadamente al cristianismo como platonismo para la plebe.

Profesar una fe (y todos tenemos una) es algo sustancialmente distinto a sostener un conjunto de creencias, independientemente de que se haga de forma racional o no; tener fe significa adoptar un posicionamiento existencial.

En su polémica con sus antiguos correligionarios, los maniqueos, san Agustín halló un primer aliado en la filosofía platónica, que le permitió subrayar la absoluta transcendencia y bondad de Dios, principio único del todo. Como tal, el resultado de su creación no tan solo no podía albergar en su seno el mal, sino que era necesariamente bello y digno de alabanza. Pero la filosofía platónica puede parecer que lleva a aceptar la autosuficiencia del hombre en su itinerario de ascensión espiritual, lo que resultaba a todas luces contradictorio con la idea de un Dios cuyo carácter de fundamento del todo acababa de afirmarse. Fueron las enseñanzas del apóstol Pablo las que acudieron entonces en ayuda de san Agustín, mostrando que la salvación del hombre y el acceso a la Verdad solo eran posibles por mediación de la gracia.

Si el hombre no era responsable de su destino, ¿cómo podía imputársele culpa alguna? ¿Cómo podía ser justo un Dios que condenaba a un castigo eterno a unas criaturas que no habían elegido? La respuesta a esta pregunta dependerá de lo que entendamos por libertad. Si con ese término hacemos referencia a la pura potencialidad de una voluntad incondicionada, sin duda. Pero si definimos la libertad como hacer lo que uno quiere, entonces tal contradicción se desvanece: el hombre puede querer, pero no puede querer su querer. Schopenhauer lo dijo de otra forma: el hombre hace lo que quiere pero no puede elegir lo que quiere. Es el sentimiento de absoluta dependencia del que habla Schleiermarcher.

Para san Agustín la vivencia de la fe se caracterizaba por un estado de tensión permanente, de irresoluble ansiedad existencial, por ser un frágil compromiso expuesto cada día a los tormentos de la tentación. Porque si juzgamos los designios de Dios desde la óptica humana, erramos al aplicarles nuestros conceptos de justicia y cometemos un acto de impiedad y arrogancia. La inteligencia del hombre no puede conocer y comprender la naturaleza de Dios. La progresiva radicalización del pensamiento agustiniano en torno a los conceptos de gracia y predestinación conducía de igual manera a resultados difíciles de conciliar con otras tantas afirmaciones de las Escrituras.

El problema es que para san Agustín el pecado original pasaba a ser una suerte de enfermedad de transmisión sexual. La interpretación agustiniana de la caída, con su identificación entre pecado y genitalidad, convierte a la sexualidad en el principal obstáculo en el camino hacia la rectitud. ¿Y por qué no respirar o comer? Antes de la caída, Adán y Eva ni siquiera eran conscientes de estar desnudos, y tanto menos podían sentir vergüenza por ello. El sexo pasa a ser visto como un mal necesario para la propagación de la especie. Con el deseo dejamos de ser dueños de nosotros mismos, perdemos el dominio de nuestra voluntad.

San Agustín dedicó trece años de su vida a la composición de una obra monumental, La Ciudad de Dios. Los veintidós libros que la componen están meticulosamente pensados para ir resolviendo, paso a paso, los dos desafíos intelectuales que el saqueo de Roma había puesto sobre la mesa: la pretensión de superioridad de la antigua tradición pagana y el desconcierto de las huestes cristianas, necesitadas de redescubrir un sentido en su vida y en la historia. Representa un proyecto titánico destinado a interpretar el curso de la historia como la necesaria materialización del plan divino, que dota de sentido a la sucesión de los acontecimientos (incluidos los dolorosos) y los justifica desde la perspectiva de la totalidad.

El propósito de san Agustín al escribir La Ciudad de Dios estuvo muy lejos de ser el de alcanzar una comprensión científica de la historia. Su objetivo era justificar el cristianismo a la luz del pasado, de lo que se derivan dos diferencias notables con relación al primer enfoque. De entrada, el principio del orden no se busca en la misma historia (los hechos o la naturaleza humana), sino fuera de ella (Dios). Es, pues, una lógica transcendente, no inmanente. En La Ciudad de Dios, san Agustín proporcionó los mimbres que posibilitarían a la larga una aproximación científica a la historia, aunque él no la desarrollara.

Es el cristianismo, en su aplicación a la historia, el que introduce un cambio radical en el paradigma temporal. No nos encontramos ya ante un encadenamiento de hechos recurrentes, distintos pero sustancialmente equivalentes, sino ante una progresión jalonada por eventos únicos e irrepetibles que marcan un antes y un después: el pecado original, la encarnación, la pasión de Cristo…

Los verdaderos habitantes de la Ciudad de Dios, aquellos que sabían que la auténtica felicidad no reside en los bienes de este mundo, sino en la beatitud eterna, las tribulaciones de esta vida no debían parecerles nada en comparación con la plenitud que les esperaba al final de los tiempos, como ya Sócrates había anticipado en el Fedón.

Los padecimientos que salpicaban la historia quedaban también justificados moralmente. Dios es el bien absoluto, por lo que cuanto quiere no puede ser sino indisputablemente bueno, y el destino de unas cuantas criaturas insignificantes no resta nada a la bondad de su plan. Él, inmutable creador y moderador de las cosas mudables, conoce mucho mejor que el hombre lo que es oportuno.


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