El eclipse de Yukio Mishima
En El eclipse de Yukio Mishima, Shintaro Ishihara, su amigo, escribe:
No es más que una teoría a posteriori, pero estoy seguro de que la causa última de aquel extraño suicidio suyo fue su exceso de ego.
No quiero extenderme sin necesidad, pero me considero una especie de nihilista que parte de la base de que la existencia propia es el único punto de apoyo sobre el que se levanta toda cognición, y cuando uno se muere, no queda nada. Creo que el planeta que habitamos solo existe dentro de los límites de nuestra cognición. No es paradójico, sin embargo, que crea en la existencia después de la muerte, en la solidaridad entre las personas. Me preocupa la soledad. A mi modo de ver, amplifica aún más el sentido que tiene la existencia de personas ajenas a nosotros. Mishima, en cambio, tenía otras preocupaciones: la nación, la cultura, la tradición, hasta el Emperador. Vivía atrapado por todo eso que a mí solo me resultaba algo molesto, inútil.
La leyenda de su homosexualidad terminó con su primer libro. A partir de ahí nació un nuevo hombre que aspiraba a moldear su cuerpo. Para Mishima, su cuerpo era algo que ostentar ante los demás, una especie de objeto para la admiración, algo que él mismo contemplaba embriagado, un elemento estético parecido a una escultura griega: «No tomo el sol en la espalda porque no se ve». Mishima declaraba jactancioso: «Soy el señor abdominales».
La vida consiste en enfrentarse a ese vacío. Se llena solo o no se llena. Mishima repetía a menudo que el mundo le resultaba aburridísimo. Era un periodo de crecimiento acelerado de la economía japonesa en el que hasta la izquierda dejó de protestar. Su teoría de los valores paradójicos parece hoy más pertinente que nunca: «romper un valor existente implica, al final, la creación o afirmación de otros valores». Los seres humanos no podemos vivir sin creer en algún valor.
Mishima pretende captar y accionar un arte supremo en su conciencia, cuando solo es posible hacerlo de una manera inconsciente. Hacerlo de manera inconsciente es como no hacerlo, nos hace.
Mishima entró en asuntos como la política, la nación, la cultura y hasta el Emperador. Todo para decorarse. Por último, para borrar el apego que sentía hacia sí mismo, ejecutó un suicidio teatral en el que parecía un hombre decidido. ¿Por qué murió de una forma que todo el mundo consideró más exagerada que valiente? Habrá gente que diga que fue la apoteosis perfecta de una vida dominada por la estética; otros lo valorarán como un acto patriótico. Fuera lo que fuera, para ser una búsqueda de la belleza pura, hubo en todo aquello demasiada falsedad. En ese sentido no fue un acto perfecto. Nadie juzgó su muerte como «un grito del espíritu» ni tampoco como un sacrificio por el país. Cualquiera de las posibles interpretaciones no nos lleva más que a una conclusión: la de su fracaso. Su acto final no tuvo consecuencias porque no conocemos la causa. Morir así no aportó nada a su obra literaria, solo arrojó más sombras respecto al personaje.
Dos músicas disonantes sonaban siempre en su interior: por un lado, el deseo de conseguir algo; por otro, la vergüenza de desearlo. Como el hibris de la mitología griega, luchó contra el destino solo para ser castigado y azotado por los dioses, arrastrado hasta la muerte por su arrogancia, y en su fracaso, hubiera sido mejor no conocerle.
No es más que una teoría a posteriori, pero estoy seguro de que la causa última de aquel extraño suicidio suyo fue su exceso de ego.
No quiero extenderme sin necesidad, pero me considero una especie de nihilista que parte de la base de que la existencia propia es el único punto de apoyo sobre el que se levanta toda cognición, y cuando uno se muere, no queda nada. Creo que el planeta que habitamos solo existe dentro de los límites de nuestra cognición. No es paradójico, sin embargo, que crea en la existencia después de la muerte, en la solidaridad entre las personas. Me preocupa la soledad. A mi modo de ver, amplifica aún más el sentido que tiene la existencia de personas ajenas a nosotros. Mishima, en cambio, tenía otras preocupaciones: la nación, la cultura, la tradición, hasta el Emperador. Vivía atrapado por todo eso que a mí solo me resultaba algo molesto, inútil.
La leyenda de su homosexualidad terminó con su primer libro. A partir de ahí nació un nuevo hombre que aspiraba a moldear su cuerpo. Para Mishima, su cuerpo era algo que ostentar ante los demás, una especie de objeto para la admiración, algo que él mismo contemplaba embriagado, un elemento estético parecido a una escultura griega: «No tomo el sol en la espalda porque no se ve». Mishima declaraba jactancioso: «Soy el señor abdominales».
La vida consiste en enfrentarse a ese vacío. Se llena solo o no se llena. Mishima repetía a menudo que el mundo le resultaba aburridísimo. Era un periodo de crecimiento acelerado de la economía japonesa en el que hasta la izquierda dejó de protestar. Su teoría de los valores paradójicos parece hoy más pertinente que nunca: «romper un valor existente implica, al final, la creación o afirmación de otros valores». Los seres humanos no podemos vivir sin creer en algún valor.
Mishima pretende captar y accionar un arte supremo en su conciencia, cuando solo es posible hacerlo de una manera inconsciente. Hacerlo de manera inconsciente es como no hacerlo, nos hace.
Mishima entró en asuntos como la política, la nación, la cultura y hasta el Emperador. Todo para decorarse. Por último, para borrar el apego que sentía hacia sí mismo, ejecutó un suicidio teatral en el que parecía un hombre decidido. ¿Por qué murió de una forma que todo el mundo consideró más exagerada que valiente? Habrá gente que diga que fue la apoteosis perfecta de una vida dominada por la estética; otros lo valorarán como un acto patriótico. Fuera lo que fuera, para ser una búsqueda de la belleza pura, hubo en todo aquello demasiada falsedad. En ese sentido no fue un acto perfecto. Nadie juzgó su muerte como «un grito del espíritu» ni tampoco como un sacrificio por el país. Cualquiera de las posibles interpretaciones no nos lleva más que a una conclusión: la de su fracaso. Su acto final no tuvo consecuencias porque no conocemos la causa. Morir así no aportó nada a su obra literaria, solo arrojó más sombras respecto al personaje.
Dos músicas disonantes sonaban siempre en su interior: por un lado, el deseo de conseguir algo; por otro, la vergüenza de desearlo. Como el hibris de la mitología griega, luchó contra el destino solo para ser castigado y azotado por los dioses, arrastrado hasta la muerte por su arrogancia, y en su fracaso, hubiera sido mejor no conocerle.