Un largo sábado
Un largo sábado, George y yo paseábamos por estas montañas de lo desconocido, por el sábado de nuestra historia, donde parece haber una mecánica doble, de desesperación y de optimismo. Como apasionado de lo absoluto me contó lo que Heidegger decía: «¡Cuando se es demasiado tonto para tener algo que decir, se cuenta una historia».
Como no había ninguna prisa decidimos caminar por aquellos atajos que alargaban el camino.
Me gustó escucharle decir que cuando lee un libro, tiene un lápiz en la mano, convencido de que escribirá uno mejor:
—Hay que tomar notas, hay que subrayar, hay que luchar contra el texto, escribiendo al margen. Erasmo dijo: «El que no tiene libros destrozados es que no los ha leído».
Eso me decía, mientras paseábamos, este hombre que afirma leer a Parménides cada mañana.
—¿Toda su obra completa? —dije a modo de broma.
—No sabemos nada de los millones de pensamientos que se han perdido para siempre por no haber encontrado un medio de expresión.
—Quemados, olvidados y deteriorados por el paso de los años. De Parménides solo nos han llegado algo más de un centenar de versos y, sin embargo, es un pensador muy influyente.
—Creo que el siglo XX ha empobrecido moralmente al hombre. Es posible que, tal vez, las humanidades puedan volverle a uno inhumano. Que, lejos de hacernos mejores, lejos de aguzar nuestra sensibilidad moral, la atenúen. Nos alejan de la vida, nos dan tal intensidad con la ficción que a su lado la realidad pierde color.
Eso me contaba, bajo la luz tenue de un lento ocaso.
—Hay una gran ocurrencia de Picasso. Se acuerda usted del oficial alemán que visita su estudio, durante la ocupación, ve el Guernica y le dice: «¿Eso lo ha hecho usted? — No, ¡lo hicieron ustedes!». Es una salida estupenda. Pero se trata del mismo Picasso que defiende a Stalin en un momento en el que el horror del Gulag y de las masacres estalinistas era innegable.
Nuestro paseo atravesaba la umbría húmeda y decidí preguntarle por sus pasiones:
—Es usted un gran melómano y vive rodeado de discos. No puede vivir sin música ni filosofía, y en su obra Poesía del pensamiento desarrolla la idea de la unión consustancial entre música y pensamiento.
—Me fascina la música contemporánea, especialmente toda la música a partir de Schönberg. En mi opinión vivimos —desde Schönberg, Debussy, Shostakóvich, los grandes americanos— en un periodo magnífico para la música.
—¿También del arte contemporáneo?
—Aborrezco profundamente el mundo del arte llamado «conceptual». A los que pretenden que hacen gran arte poniendo unas botellas de orina en el suelo de la Tate Gallery, les digo claramente: «¡Sois unos gilipollas!». No hay otra forma de expresarlo.
Mientras regresábamos, hablamos de que nueve décimos de nuestro arte y de nuestra arquitectura tienen un tema o un trasfondo religioso, y que Europa se había vuelto el continente del turismo mundial, en un gran museo, imbricado todo él en un enorme centro comercial.
De todo eso y más hablamos mientras nos perdíamos en la noche.
Como no había ninguna prisa decidimos caminar por aquellos atajos que alargaban el camino.
Me gustó escucharle decir que cuando lee un libro, tiene un lápiz en la mano, convencido de que escribirá uno mejor:
—Hay que tomar notas, hay que subrayar, hay que luchar contra el texto, escribiendo al margen. Erasmo dijo: «El que no tiene libros destrozados es que no los ha leído».
Eso me decía, mientras paseábamos, este hombre que afirma leer a Parménides cada mañana.
—¿Toda su obra completa? —dije a modo de broma.
—No sabemos nada de los millones de pensamientos que se han perdido para siempre por no haber encontrado un medio de expresión.
—Quemados, olvidados y deteriorados por el paso de los años. De Parménides solo nos han llegado algo más de un centenar de versos y, sin embargo, es un pensador muy influyente.
—Creo que el siglo XX ha empobrecido moralmente al hombre. Es posible que, tal vez, las humanidades puedan volverle a uno inhumano. Que, lejos de hacernos mejores, lejos de aguzar nuestra sensibilidad moral, la atenúen. Nos alejan de la vida, nos dan tal intensidad con la ficción que a su lado la realidad pierde color.
Eso me contaba, bajo la luz tenue de un lento ocaso.
—Hay una gran ocurrencia de Picasso. Se acuerda usted del oficial alemán que visita su estudio, durante la ocupación, ve el Guernica y le dice: «¿Eso lo ha hecho usted? — No, ¡lo hicieron ustedes!». Es una salida estupenda. Pero se trata del mismo Picasso que defiende a Stalin en un momento en el que el horror del Gulag y de las masacres estalinistas era innegable.
Nuestro paseo atravesaba la umbría húmeda y decidí preguntarle por sus pasiones:
—Es usted un gran melómano y vive rodeado de discos. No puede vivir sin música ni filosofía, y en su obra Poesía del pensamiento desarrolla la idea de la unión consustancial entre música y pensamiento.
—Me fascina la música contemporánea, especialmente toda la música a partir de Schönberg. En mi opinión vivimos —desde Schönberg, Debussy, Shostakóvich, los grandes americanos— en un periodo magnífico para la música.
—¿También del arte contemporáneo?
—Aborrezco profundamente el mundo del arte llamado «conceptual». A los que pretenden que hacen gran arte poniendo unas botellas de orina en el suelo de la Tate Gallery, les digo claramente: «¡Sois unos gilipollas!». No hay otra forma de expresarlo.
Mientras regresábamos, hablamos de que nueve décimos de nuestro arte y de nuestra arquitectura tienen un tema o un trasfondo religioso, y que Europa se había vuelto el continente del turismo mundial, en un gran museo, imbricado todo él en un enorme centro comercial.
De todo eso y más hablamos mientras nos perdíamos en la noche.