Memorias, de Balthus

La pintura es el lenguaje que he utilizado en mi vida sin haberlo decidido realmente, por estar mucho más acorde conmigo que la escritura, por ejemplo, que quiere ser demasiado explícita e ir demasiado derecha al significado.

Si estamos rodeados de tantas cosas bellas, ¿por qué nos empeñamos en evitarlas? Sólo he querido pintar lo que era hermoso, los gatos, los paisajes, la tierra, los frutos, las flores, y por supuesto a mis queridos ángeles, que son como reflejos idealizados, platónicos, de lo divino. Estoy convencido de que la pintura es un modo de oración, un camino para llegar a Dios. Pintar es una necesidad interior y a la vez un oficio. Vivir enfrente de los Alpes me ha enseñado esa necesidad. A estar en disposición de esperar esa revelación. Con la esperanza de que se produzca.





Mis años de juventud pasaron así, en esa iniciación constante y solitaria. De aquella época conservo la afición a la soledad. Esa soledad voluntaria me acercaba a la vida monástica que a menudo me ha tentado, y que hallé cuando escapé de París y me fui a vivir a lugares aislados y ascéticos. Por eso espero mucho de la oración. La pintura es un modo de acceder al misterio de Dios. De tomar algunos destellos de su Reino. No hay vanidad en ello. Más bien humildad. Estar en condiciones de atrapar un fragmento de luz. Hago mucho hincapié en esta necesidad de la oración. Pintar como se reza. Por esa razón, accedo al silencio, a lo invisible del mundo. El retiro no significa afán de huir, desprecio del mundo y los hombres, soledad exasperada. La aspiración al ascetismo implica el conocimiento de los demás y la solución de los misterios. Estar en el mundo es arriesgarse a diluir esos misterios, a no llegar a desvelarlos nunca. En el fondo, mis lugares siempre fueron retiros: como en los castillos feudales o las clausuras monacales, se trataba de ver el mundo y ocultarse de él, estar en la presencia-ausencia, listo para la aparición del secreto.

Como la mayoría de los que se dedican al llamado arte contemporáneo son unos imbéciles, unos artistas que no saben nada de pintura, no me cansaré de decir que los desvaríos de la pintura contemporánea se deben a esa falta de tesón, de silencio disciplinado. Tampoco los surrealistas, de los que me considero muy alejado pese a que alguno quiso asimilarme a su movimiento, comprendieron que la pintura no tenía nada que hacer en ese maremágnum, en esa almoneda de imágenes donde todo es tan ficticio, tan elaborado. Los juegos surrealistas erigidos en obras de arte, cadáveres exquisitos y escrituras automáticas, para mí no son arte, sino un ejercicio, un entretenimiento. Los surrealistas lo intentaron. Lo que hicieron, creo yo, fue explicar, traducir, interpretar. Pero al hacerlo, se sobrecargaron.

Me indigna el culto a la personalidad que practican nuestros pintores contemporáneos. Nosotros deberíamos disiparnos cada vez más, ser exigentes sólo en el acto de pintar y olvidarnos de nosotros mismos. Pues no, todo son ostentaciones, confidencias personales, confesiones íntimas, exhibicionismo, autobombo. No me canso de decir que no debemos tratar de expresarnos a nosotros mismos, sino expresar el mundo, sus misterios y sus noches. De paso, quizá encontremos algunas claves de nuestra personalidad, pero esa no es la meta. Mi desconfianza procede siempre de la falta de sinceridad, las afectaciones y las poses. Hubo un tiempo en que creímos en la revelación de ciertos misterios merced a las incitaciones del inconsciente, al que apelaban constantemente los surrealistas, pero enseguida nos dimos cuenta de que era un fracaso, cuando no una impostura. Nuestras almas tenían demasiado anhelo de absoluto como para caer en la trampa. Nunca he interpretado mis cuadros, nunca he tratado de entender lo que significaban.  

Siempre he preferido la nitidez de los grandes textos clásicos a la poesía moderna. Pascal, por ejemplo, y sobre todo Rousseau, cuyas Confesiones han sido siempre mi libro de cabecera. A menudo he pensado que la mayor cualidad, la virtud más hermosa, era callarse, guardar silencio.

El arte no debe ser revolucionario, ni abrirse a todo el mundo, ni bajar a la calle. La romería y el bullicio del centro me parecen detestables, totalmente contrarios a lo que exige la obra de arte: silencio, música interior. La democratización del arte significa su trivialización. Por eso el artista no tiene que ser un contador de historias. En pintura no debería existir la anécdota.

Envidio la regularidad serena de la vida monástica, vida regulada de donde puedes sacar, como agua viva, la profunda música del silencio. Seguramente ha sido mi fe cristiana lo que me ha librado de las seducciones sociales, del famoso culto a la personalidad que el mundo moderno impone a los artistas. Los Padres del desierto, los apóstoles que deberían ser nuestros guías y nuestras estrellas, proclaman la renunciación, la desnudez extrema, la que te permite acceder a tu visión interior, a lo que realmente eres. En vez de eso, la sociedad apremia constantemente a las personas, las aparta de sí mismas, sitúa ante ellas unos espejos que no reflejan la realidad. No son más que mentiras, coartadas y máscaras. El mercado del arte está infectado con esa gangrena, y la sacrosanta firma del pintor vale mucho más que el propio cuadro.

Ahora que recibo tantos elogios puedo decir, sin modestia excesiva o engañosa, que la mayoría de mis cuadros son fracasos absolutos. Porque en ellos todavía encuentro muchas carencias, inaccesibles, pero presentidas. Y llega un momento en que hay que dejarlos. Es desesperante tener que dejarlos. A veces me asalta la angustia de que no terminaré el cuadro, si es que he terminado alguno. He intentado siempre pintar ese regreso oscuro y misterioso de las cosas a su centro, a su vertiginoso centro. Si me hubiera limitado a la belleza del paisaje habría caído en la peor trampa de lo figurativo, lo pintoresco o el exotismo.

A veces, al contemplar la pintura, de repente he tenido la sensación de estar ante algo inmenso y vertiginoso. El rostro humano puede abrirse de repente y dar paso a unos mundos inauditos, grandiosos. Entonces me encuentro en un estado religioso, en un espacio sagrado. Esa es la meta que debe ponerse el pintor. De lo contrario su arte no sería más que técnica y habilidad. Pero su técnica también puede ayudarle a avanzar por la senda.

Nunca me he dejado enredar por los cantos de las falsas sirenas, por las modas y los caprichos estéticos que tanto se han prodigado en mi generación y mi siglo. A riesgo de parecer obstinado y refractario, sólo he hecho lo que he querido. O por lo menos lo que me han inspirado mi conciencia y mi instinto. Siempre he evitado las escuelas y los grupos, las academias y los salones. Mi pintura se ha elaborado en el trayecto solitario que lleva a lo esencial, donde sobra la palabrería. La consideración, los honores oficiales, el reconocimiento del público y de la crítica nunca fueron mi meta ni mi acicate. Siempre he desdeñado el éxito. Mis preferencias en la vida no son misántropas, sino de soledad, para llegar al corazón salvaje de las cosas, al nudo más apretado del misterio. París y los honores no podían colmar ese anhelo profundo. Necesitaba la austera tranquilidad de Chassy, la desnudez del estudio del patio de Rohan, la austera altivez de Montecalvello y la sencillez de Rossinière para hacer la obra que nutre.

Es una historia sagrada y fatal. Pintar es salir de ti mismo, olvidarte, preferir el anonimato y correr el riesgo, a veces, de no estar de acuerdo con tu siglo y con los tuyos. Es preciso evitar las modas, atenerte por encima de todo a lo que crees bueno para ti, e incluso cultivar "el gusto aristocrático de no gustar".

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