Abandonos
Leo lo que escribí al día siguiente de dejar esta cabaña, la primera vez que estuve aquí, tras casi nueve meses aislado:
Mientras deambulo por el cementerio de San Amaro, junto al paseo marítimo de La Coruña, observo atentamente el horizonte y, a lo lejos, el Faro de Mera, que ya empieza a lucir a estas horas del atardecer. La afluencia de turistas es sorprendentemente grande, por lo que indago y me entero de que figura en la mayoría de las guías como un cementerio marítimo de simbología celta y muy visitado por británicos que buscan algunas tumbas de sus antepasados. Según el folleto, se construyó en 1812 y aquí yacen Wenceslao Fernández Flórez, autor de El bosque animado, Eduardo Pondal, quien escribió la letra del himno gallego, Curros Enríquez o Manuel Murguía, marido de Rosalía de Castro. Y también descansan los restos de Conchita Picasso, hermana pequeña del pintor, quien murió en enero de 1895 víctima de una angina diftérica. Me importan muy poco esos personajes. Y eso me hace pensar en que la mayoría de las muertes rozan el ridículo. Es quizás lo más desagradable de morir, terminar haciendo el ridículo de una manera espantosa. Por eso los tanatorios son lugares de un humorismo muy especial, muy primario. Es muy difícil guardar la dignidad cuando solo ves ridículos a tu alrededor. Ridículo el muerto, con esa inmovilidad histriónica. Ridículos los que están alrededor. Ridículos los que ponen cara de tristeza forzada. Ridículos los comentarios de pésame. No es extraño que esporádicamente se oiga una risita entrecortada o una carcajada lejana de aquellos que se han alejado y han terminado explotando asfixiados por tanto rictus de seriedad. El tanatorio es un museo del fracaso, donde se expone lo ridículo, la muerte, con mueca incluida, de quien estaba recientemente vivo y fracasó.
Sin embargo, en los cementerios, los muertos alcanzan mucha dignidad. Son los héroes que ya han traspasado la frontera, esa que todavía nos queda por pasar a nosotros. Pasear por un cementerio es intentar entender la mentalidad del muerto que, en mi caso, siempre viene acompañada de una sensación de frío profundo, una falta de calor humano unido a una tranquilidad de ánimo especial. Los muertos me dicen, tranquilo, ten esperanza, aquí se está mejor que allí, no te preocupes por las tonterías de la vida, son ridículas. Y el ánimo se va tranquilizando pero frío, demasiado frío como para convencerme. La presión arterial desciende. Me esta entrando hambre.
Dejé el lago hace dos semanas. Mi voluntad recibió heridas profundas de un pertinaz hastío. Eso la encabritó. Decidí de manera fulminante dejar aquel templo al hastío en el que había vivido nueve meses.
Ayer, mientras paseaba por la Plaza de María Pita, frente al Ayuntamiento, compré en un quiosco el número 396 de la Revista de Occidente. Saqué un billete de diez euros y me devolvieron dos. La compré por la sorpresa de encontrarme con una revista tan familiar y a la que estoy suscrito. De hecho, en mi domicilio se acumularán los nueve ejemplares que me habrán ido enviando puntualmente, incluido este.
Me senté en una terraza, pedí un café con leche bien cargado, y me entretuve leyendo un artículo muy interesante como demuestra el hecho de que fue convenientemente subrayado.
El autor, Antonio Gutiérrez Pozo, profesor de filosofía de la Universidad de Sevilla me hizo reflexionar sobre el "dios ha muerto" del nihilista. La nada de la que hablaba el autor era la de la ausencia de sentido (no la nada metafísica), la de la ausencia de fundamento que se experimenta como abismo. Aquellos que niegan que la vida tenga valor propio e intrínseco (como puede ocurrir en el budismo) o bien, que dicho valor viene de fuera (como ocurre en el cristianismo). No estoy muy de acuerdo, pues el cristianismo vivido sin la culpabilidad inquisitorial impregna de valores a la vida desde un valor fundamental trascendente que es Dios y que para mi es símbolo de la duda misteriosa, de la esperanza, de la perfección ético-estética, de la auténtica realidad en sí e imán generador de voluntades.
Baudelaire, Schopenhauer o Baroja no superaron este nihilismo, lo vivieron como pesimismo. La receta de Nietzsche para suplir esa falta de Dios es que nosotros mismos nos convirtamos en dioses (superhombre), así solo nuestra deificación da sentido al deicidio. Esta es la ridícula postura que alumbra las peregrinas ideas de la psicología de la autoayuda: si quieres, puedes, o, lo que no te mata, te hace más fuerte.
Al final, el hombre se da de bruces con la impotencia de no ser omnipotente. El sabio, que ya lo anticipó, se refugia en manos del destino, del Tao, al calorcillo de la resignación tranquila y deja de luchar para alcanzar a saltos la Luna que tanto necesitaba Caligula.
Entre sorbo y sorbo del café, escribo en mi libreta marrón sobre el nihilismo, que sólo es una aparente pérdida de fe en los valores que daban sentido. En el nihilista los valores no se destruyen, sólo se cambian por otros, pero no es capaz de percatarse de ello. Sólo el hastiado, la persona sin voluntad, conoce la nada nihilista. Como Bartleby: preferiría no hacerlo. ¿Prefieres hacer otra cosa? Preferiría no hacerlo, ad nauseaum.
El supuesto nihilista es un hombre desesperado por lo que es, pero con una fe sutil en lo que debe ser, y eso lo vive como ausencia, como vacío, como sí le faltara algo. No sabe lo que quiere, pero sí sabe lo que no quiere. No sabe apreciar los valores pero sí los anti valores. Por tanto, sí es capaz de apreciar, al menos, la mitad del sentido.
Es fácil realizar el trayecto que va de un idealismo sin realidad a un realismo sin ideales. La causa del nihilismo fue el idealismo, la forma pura de la concepción del mundo híper racionalista. No hay humanidad sin descontento, pero este no puede ser absoluto. La existencia nos regala cierta aceptación e ilusión para el acá, así como también una mínima esperanza para el más allá de la frontera del cementerio. Ni una ni otra son voluntarias, sólo nos vienen. Conviene no rechazarlas con sofismas.