Progresos
Me dice Agustín que el progreso, ese dogma profano, guía sin meta del hombre moderno, solo es una superstición que actúa como un veneno que corroe nuestro tiempo, según palabras de Simone Weil. Una creencia dogmática que oculta su carácter y que ya duerme en las conciencias como si de una verdad se tratase. La mentalidad progresista, que se cree libre de prejuicios, es absolutamente supersticiosa en sí misma y configura un tipo de hombre insatisfecho, que no sabe esperar, siempre en perpetua tensión ante la insulsa aparición de lo nuevo. Agustín prefiere una equilibrada austeridad que reduzca los centros de atención y cree que si hay, en estos momentos, un progreso necesario, ese no es otro que el de acabar con el Progreso, porque no basta con conocer lo que nos da, también hay que conocer lo que nos quita.
Comparto con él que quizá la más infausta consecuencia de la ciencia moderna sea haber producido una incapacidad generalizada para percibir el misterio insondable que late en todo lo real. Cualquier sabiduría antigua empezaba por colocar al ser humano ante el Misterio, enfrentándolo con el Absoluto y con la Nada. Pero los dogmas de la ciencia han acabado ocupando el lugar que en su día tuvieron los de las iglesias. Ahora, todo enunciado avalado por la etiqueta de científico es considerado como axiomáticamente verdadero. Pero, lo quieran o no, el Misterio nos envuelve, aunque la mayoría solo lo evidencie en situaciones límite, cuando se enfrenten con interrogantes radicales que nos impulsan hacia la transcendencia.
La austeridad, para Agustín, es una condición ineludible del equilibrio, no como actitud penitencial, sino sapiencial y liberadora, como una forma correcta de utilización de toda la energía humana física, vital y mental. Pues el progresista, generalmente hiperactivo, padece de bulimia existencial que degenera en diarrea monetaria, al querer poseerlo todo, probarlo todo, verlo todo, llegar a todas partes, incapacitado para paladear el vacío, el silencio o el no hacer nada. No sabe prescindir de las cosas superfluas. El lema de san Juan de la Cruz, «no a lo más sino a lo menos», nada le dice.
Pasado Arco, Agustín me recuerda que nuestro arte contemporáneo no es ya una iconografía de las sombras transcendentales, sino la representación realista de una mentalidad desintegrada. No es ya un fruto espiritual, sino un desecho psíquico. Ello, unido a la compulsiva necesidad neurótica de que todo cambie de forma incesante, promueve la originalidad como valor supremo: que una obra pueda ser calificada de novedosa es suficiente para justificarla. Se trata de llamar la atención como sea mediante la búsqueda de la perplejidad y la sorpresa. El susto se ha convertido en categoría estética.
Comparto con él que quizá la más infausta consecuencia de la ciencia moderna sea haber producido una incapacidad generalizada para percibir el misterio insondable que late en todo lo real. Cualquier sabiduría antigua empezaba por colocar al ser humano ante el Misterio, enfrentándolo con el Absoluto y con la Nada. Pero los dogmas de la ciencia han acabado ocupando el lugar que en su día tuvieron los de las iglesias. Ahora, todo enunciado avalado por la etiqueta de científico es considerado como axiomáticamente verdadero. Pero, lo quieran o no, el Misterio nos envuelve, aunque la mayoría solo lo evidencie en situaciones límite, cuando se enfrenten con interrogantes radicales que nos impulsan hacia la transcendencia.
La austeridad, para Agustín, es una condición ineludible del equilibrio, no como actitud penitencial, sino sapiencial y liberadora, como una forma correcta de utilización de toda la energía humana física, vital y mental. Pues el progresista, generalmente hiperactivo, padece de bulimia existencial que degenera en diarrea monetaria, al querer poseerlo todo, probarlo todo, verlo todo, llegar a todas partes, incapacitado para paladear el vacío, el silencio o el no hacer nada. No sabe prescindir de las cosas superfluas. El lema de san Juan de la Cruz, «no a lo más sino a lo menos», nada le dice.
Pasado Arco, Agustín me recuerda que nuestro arte contemporáneo no es ya una iconografía de las sombras transcendentales, sino la representación realista de una mentalidad desintegrada. No es ya un fruto espiritual, sino un desecho psíquico. Ello, unido a la compulsiva necesidad neurótica de que todo cambie de forma incesante, promueve la originalidad como valor supremo: que una obra pueda ser calificada de novedosa es suficiente para justificarla. Se trata de llamar la atención como sea mediante la búsqueda de la perplejidad y la sorpresa. El susto se ha convertido en categoría estética.