Cuadernos

Cuando comencé a leer a Cioran, hace años, lo hacía muy lentamente, a pequeños sorbos; tenía la impresión de que me desequilibraba demasiado. Hoy termino de leer sus Cuadernos que solo me han durado dos tardes. Quince años en la vida de un hombre decepcionado en los que no se aprecia cambio alguno; sus obsesiones son siempre las mismas, pero no por ello esa monotonía resulta menos interesante.

     El aspecto más atrayente de Cioran es su profunda religiosidad que él, en la mayor parte de las ocasiones, disfraza de escepticismo.

     —Perdón, eso no es cierto —me dice—. Sé que usted sabe que yo escribí que el conocimiento es un acto religioso. Es verdad que nunca he sabido en qué sentido soy religioso, como lo es toda persona que se encuentra en la linde de la existencia y que nunca será existente de verdad.

     —Sí, pero se disfraza usted de escéptico. Es usted un escéptico de la superficie pero un monje de lo profundo. Me da la sensación de que le atrae a usted más lo posible que la realidad.

     —Nada es más extraño a mi carácter que la realización. He buscado mi salvación en la utopía y solo la he encontrado en el Apocalipsis. La utopía corresponde al infantilismo, al igual que la indignación.

     —Ahora habla como un reaccionario.

     —Solo soy un eremita en pleno París. A veces esto me procura orgullo. Nuestra decadencia cotidiana es arrastrar un cuerpo. En los monjes me atraen hasta sus facetas repulsivas.

     —Los cántaros cuanto más vacíos más ruido hacen. No parece usted un hombre vanidoso.

     —No, es una humillación proponerse la aprobación de los hombres como objetivo.

     —El nosce te ipsum...

     —El infierno de conocerse —me corta—, que ni el oráculo ni Sócrates adivinaron. La única reforma que me convendría sería la de mi voluntad.

     —Una voluntad que quiere se otra. Quiere querer otra cosa distinta a lo que quiere. Bonita paradoja que todos compartimos. ¿A qué se dedica?

     —Leo. Para justificarme, así escapo a la vergüenza de ser un ocioso. Siempre, después de haber devorado un libro, me atribuyo algún mérito.

     —Dice Antonio García-Trevijano que ya no lee nada, desde hace años solo piensa. Ahora sólo admite a los genios, que ya ha leído, y no puede soportar nada mediocre, se le cae de las manos, no le interesan las convenciones.

     —Me gustan los pensadores delirantes, los escritores enfermos, heridos. Una vida sin fracasos no me seduce. Solo puedo amar a los que muestran cierta impotencia para vivir. El hombre que más me deprime es el satisfecho de sí mismo, su vanidad me parece ridícula. Por eso leo a los místicos, porque ya solo creo en las explicaciones teológicas de los fenómenos, las ideas no tienen desenlace.

     —Escribe usted en aforismos, una gota concentrada de infinitas interpretaciones. Usted no explica.

     —Una obra vive de los malentendidos que suscita y el aforismo los provoca. Pero la realidad es que escribo así porque no soy escritor, no sé preparar las transiciones y odio la verborrea.

     —El pesimismo es un estado de ánimo. Hay verbos muy difíciles de conjugar imperativamente.

     —Maldecir la existencia es una terapia, en mi caso. No soy lo bastante modesto para saber sufrir. Hay que acostumbrarse a pensar en las injusticias de que son víctimas los demás para poder olvidar las propias.

    —Habla hoy Vila-Matas en su Café Perec acerca de un libro de Peter Handke, Ensayo sobre el Lugar Silencioso (Alianza), ante la gran cháchara. En el mundo de hoy, la “aburrida conversación” que atrapa y nos impide alejarnos de la dictadura de la actualidad es el ruido del gran bombo mediático, ese jaleo del que parece difícil escapar, un elogio del retiro y de la meditación que procuran los váteres.






     —La felicidad es para mí caminar por una carretera solitaria. Nada tengo que aportar a nadie. Me horroriza volver a ver amigos de la juventud. Tengo un miedo enfermizo a la gente porque no me interesa lo que hacen y, así, no puedo colaborar en sus obras y estoy excluido de sus actos. La conversación exige un mínimo de abandono y farsa, pero como tengo la manía de leer, no siento la necesidad de aprender mediante la conversación. Nunca me siento natural ante un ser humano. Me niego a conceder entrevistas. Solo deseo que me dejen tranquilo.

     —Gracias por esta conversación. Pero, entonces, ¿por qué publica?

     —Hay grados en el impudor.

     —Decía Goethe acerca del fracaso que «aquellos que ven en cada desilusión un estímulo para nuevas conquistas poseen el recto punto de vista».

     —Soy un fracasado porque he aspirado a la felicidad, a un gozo sobrehumano que se saborea entre los dioses. Por eso soy escéptico, un místico fracasado. La Humanidad se arrastra y cree que va hacia la victoria, pero los que nos hemos retirado adivinamos el resultado. Lo que me atrae de los místicos no es su amor de Dios, sino el horror de aquí abajo.

     —Si lo comparamos con el Edén.

     —La exclusión del Paraíso la vivo todos los días, con la misma pasión y el mismo pesar que el primer día desterrado. Las intuiciones originales son casi siempre definitivas. Habría que rumiarlas y no apartarse de ellas sino por gusto de la paradoja. Una religión solo está viva antes del dogma.

     —Explíquese.

     —Mi nostalgia es religiosa. He vivido en la nostalgia del premundo, en la embriaguez anterior a la creación. He sido contemporáneo de Dios. El sentimiento de Dios se reduce a la sensación de omnipresencia de lo divino. Pero no siempre se siente el misterio.

     —Se refiere al sentimiento de absoluta dependencia, del que hablaba Schleiermarcher.

     —¿Se comprenderá alguna vez el drama de un hombre que en ningún momento de su vida ha podido «olvidar» el paraíso?








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