Una ducha

MIENTRAS descanso a la sombra de un plátano y leo un interesante artículo, aparece Enrique, se sienta a mi lado y, tras saludarme cortésmente, me dice: «Los paréntesis agigantan la importancia de lo que está fuera de ellos; los herejes piensan que no existen y renuncian a orientarse en su fatuidad; los suicidas confían en saber cerrarlos. Y tú, adicto lúgubre, parece que buscaras cómplices en los sombríos confines, y así, triste criatura, acabarás perdiendo el contacto con aquellas miradas heroicas que no hieden tanto a túnel como tus creencias te dictan».

     Enrique suele hablar —cuando lo hace, que es casi nunca— pomposa y enigmáticamente, y me temo que lo hace a propósito. Desde luego, no puedo hablar por los demás, pero yo personalmente preferiría que se expresara con menos ambigüedad.

     Le veo alejarse mientras se desvanece lentamente, por lo que continúo con mi artículo:

     Me dice Peter Longerich que el carisma no fue el único gran instrumento de Hitler. El hipnotismo y la propaganda jugaron un papel importante para extender la idea de que defendía muy bien los intereses clave de los alemanes. Pero lo que mejor le funcionó es algo que también está funcionando con los islamistas radicales y, a otro nivel, en Cataluña: me refiero al sucio manejo del potencial de resentimiento de un pueblo contra otro, chivo expiatorio adoptado como causa y fundamento de todos sus problemas.

     Llego a casa, tomo una cena ligera y ya, metido en la cama, me refugio en los diarios de Sándor Marai: «De noche, antes de apagar la luz, media hora de poemas [...] Me siento como quien se ha pasado el día caminando por una ciénaga y se ducha antes de acostarse».

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