Mayúsculas
Termino de leer Si Dios no existe…, de Lescek Kolakowski y salgo a la calle a dar un paseo. Me gusta la gente excéntrica, por eso cuando le detecto a lo lejos me acerco. Está sentado tranquilamente en un banco sin hacer otra cosa que mirarse las uñas. Me siento junto a él y le digo:
—Es muy cierto eso que ha escrito.
Le veo girar su cabeza y mirarme como se mira a una inmundicia callejera.
—Uf, ya empieza usted otra vez —dice con desgana—. Pues exactamente igual que lo que le dije ayer delante de mi madre.
—Pero cuando usted dice que solo dentro del contexto se puede entender algo, ¿qué quiere exactamente decir?
—¡Yo qué sé! Imagino que, cuando hay mayúsculas, hay una elección previa que no es pensada sino religiosa, intuitiva, sentida, se sepa o no.
—Esto me lleva a pensar que muchas discusiones y malentendidos son un mero conflicto sobre la jerarquía de las mayúsculas más que una lucha entre la razón y el error.
—Podría decirle que no. Pero si me deja tranquilo le diré, para que se quede a gusto, que no tengo ni idea, fíjese usted.
—A cualquier visión del mundo se le puede objetar lo mismo.
—Lo que verdaderamente odio, además de que me molesten cuando estoy tranquilamente en la calle, es a San Anselmo y a Descartes, que terminaron utilizando argumentos circulares para demostrar la existencia de Dios.
—¿Se acuerda de este?: Dios conversa con nuestro tsadik. ¿Cómo lo sabes?, pregunta el otro. El propio tsadik nos lo ha dicho. ¿Y si miente? ¡Cómo te atreves a llamar mentiroso a un hombre con quien Dios conversa todos los viernes!
—Pues vaya descubrimiento. Los argumentos ontológicos son el pan nuestro de cada día; están en todas partes, pero nadie se percata de ello. Ni mucho menos los científicos. Es tan sencillo como igualmente difícil poner la mayúscula en el sitio adecuado.
—¿Solo desafina quien pone dos mayúsculas o no pone ninguna?
Mientras digo esto, él mira su reloj, se levanta y se va sin despedirse. Le observo mientras camina meneando la cabeza, hasta que se pierde entre los confines enmarañados de sus mayúsculas.
—Es muy cierto eso que ha escrito.
Le veo girar su cabeza y mirarme como se mira a una inmundicia callejera.
—Uf, ya empieza usted otra vez —dice con desgana—. Pues exactamente igual que lo que le dije ayer delante de mi madre.
—Pero cuando usted dice que solo dentro del contexto se puede entender algo, ¿qué quiere exactamente decir?
—¡Yo qué sé! Imagino que, cuando hay mayúsculas, hay una elección previa que no es pensada sino religiosa, intuitiva, sentida, se sepa o no.
—Esto me lleva a pensar que muchas discusiones y malentendidos son un mero conflicto sobre la jerarquía de las mayúsculas más que una lucha entre la razón y el error.
—Podría decirle que no. Pero si me deja tranquilo le diré, para que se quede a gusto, que no tengo ni idea, fíjese usted.
—A cualquier visión del mundo se le puede objetar lo mismo.
—Lo que verdaderamente odio, además de que me molesten cuando estoy tranquilamente en la calle, es a San Anselmo y a Descartes, que terminaron utilizando argumentos circulares para demostrar la existencia de Dios.
—¿Se acuerda de este?: Dios conversa con nuestro tsadik. ¿Cómo lo sabes?, pregunta el otro. El propio tsadik nos lo ha dicho. ¿Y si miente? ¡Cómo te atreves a llamar mentiroso a un hombre con quien Dios conversa todos los viernes!
—Pues vaya descubrimiento. Los argumentos ontológicos son el pan nuestro de cada día; están en todas partes, pero nadie se percata de ello. Ni mucho menos los científicos. Es tan sencillo como igualmente difícil poner la mayúscula en el sitio adecuado.
—¿Solo desafina quien pone dos mayúsculas o no pone ninguna?
Mientras digo esto, él mira su reloj, se levanta y se va sin despedirse. Le observo mientras camina meneando la cabeza, hasta que se pierde entre los confines enmarañados de sus mayúsculas.