Tractatus




A pesar del tremendo cansancio que tenía por no haber hecho nada durante varios días, decidí levantarme de la cama. Apagué el televisor que, encendido sin volumen, aparecía como una ventana a un patio de vecinos esquizofrénico. Miré por la ventana real, aséptica y muda. Comprobé que no llovía, aunque el reflejo de la luz blanquecina de las farolas me indicó que era una noche de niebla. Cogí el abrigo y salí a la calle. Cuando llevaba caminando unos metros miré intuitivamente la muñeca, pero no llevaba reloj. Podían ser las doce, las tres o las seis de la mañana. La ciudad se mostraba desierta de cualquier movimiento, de vida. Tampoco de muerte. Era amenazadora, simplemente. Alcé la vista que, hasta entonces, solo se había dirigido hacia abajo, aguardando destellos en el húmedo gris del suelo, y busqué alguna luz que iluminara las ventanas del vecindario. Hallé dos: una de color amarillo y otra de un tenue color azulado que indicaba el funcionamiento de un televisor. A medida que avanzaba dudé varias veces pensando en darme la vuelta y regresar a casa, el templo del hastío, pero decidí continuar como un don Quijote en busca de aventuras nocturnas. Sin un Sancho que atestiguara mi extraordinaria proeza, continué caminando durante tres cuartos de hora. Ahora releo el Tractatus, sentado en un banco de la estación. Pienso en Wittgenstein, un heterodoxo que durante largas temporadas vivió en una cabaña en Noruega. Dicen que un día se encontró con la obra de Tolstoi y se convirtió al cristianismo. Regaló toda su herencia a poetas y artistas. Quiso ser monje, trabajó como jardinero de un monasterio y como maestro de escuela. Intentó convencer a los alumnos de las bondades de llevar una vida austera, cuestión que no gustó demasiado a los padres, que mandaban a los niños a aprender como medio de escapar en un futuro de la pobreza. Wittgenstein volvió de nuevo a una vida de soledad y ascetismo. Vivió durante un tiempo en otra cabaña al Oeste de Irlanda, donde siguió meditando y jugando con sus solitarios pensamientos. Pero pronto se sintió demasiado enfermo para llevar una vida tan austera y se hospedó con amigos en Inglaterra. Se le diagnosticó cáncer y murió en Cambridge. Notaba algo problemático acerca de este mundo, y que su sentido no yacía dentro, sino fuera de él. Si me permiten el abuso, algo muy gödeliano. De lo que no se puede hablar, mejor callar, pero quizás sea lo único importante. Hay en verdad cosas que no se pueden poner en palabras. Se manifiestan. La música y la poesía, pocas veces, se acercan a esa frontera que tanto nos atrae a algunos.

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