El olvido de sí
Hace una tarde luminosa. He comido con Giovanni y ahora estamos tomándonos un té en una sobremesa larga y calmada. Como acabo de terminar El olvido de sí, una historia bien contada de un sublime barullo espiritual, hoy está presente Pablo d'Ors, alguien que cree que hay un hambre muy fuerte de espiritualidad en el mundo. No sé yo. Se declara el heredero de Hesse, algo excesivamente presuntuoso para su semblante, en medio del eterno conflicto entre lo espiritual y lo mundano. Comparto la idea de que la cantidad de experiencias y su intensidad solo sirve para aturdirnos. Y es que hay una parte del mundo, la del trabajo y la de la mayoría de relaciones sociales, que solo se pueden vivir desde el aturdimiento o la embriaguez. Para vivir de esa forma hay que estar permanentemente enfermo o borracho. Así lo hace Harry Haller en El lobo estepario. Pablo dice: hasta los cuarenta años y durante ese tiempo construimos nuestra identidad a base de lecturas, viajes... Luego suele haber una crisis vital importante. Y a partir de entonces, muchas personas emprendemos un camino de resta, quitamos lecturas, viajes, relaciones. Pienso en Kierkegaard y en sus estadios estético, ético y religioso. Comparto lo de los viajes, que ya no me atraen tanto y, por supuesto, lo de las relaciones; pero de la lectura... Pablo puntualiza: No creo que la palabra y el silencio sean opuestos, y por eso me consagro a ambos con igual pasión. Sin el silencio no se puede dar el milagro del arte. Un olvido de sí. Para mí esa es la única manera de reflejar el yo absoluto, un yo con luces y sombras, frente al pequeño yo banal que muestran tantos escritores. Giovanni y yo habríamos eliminado eso de "yo absoluto". Quizás respetamos tanto la idea platónica que pensamos que no debemos profanarla con nuestros yoes. Sobre lo cursi y azucarado, fachada de los optimistas prefabricados de la perenne sonrisa, dice: Yo quiero ser un escritor de la luz, sí, pero sin negar las sombras, porque entonces correría el riesgo de caer en el kitsch o la cursilería. Giovanni y yo nos miramos: creemos que en el capítulo final termina cayendo en una recopilación de sentencias de autoayuda. Pienso que algo más extremo intentó hacer Cioran: revolcarse en el fango y así parecer exagerado; de esa manera pudo enseñarse, a sí mismo, a apreciar algo la luz. Excepto para los que creen que no exageraba, que el mal es la auténtica realidad y la lucidez la facultad de percibirla con nitidez. Prosigue con un asunto discutible: Siempre me he sentido diferente, pero no me disgusta serlo. Creo que el camino de la identidad pasa por la profundización en la propia diferencia, huyendo del gregarismo. Parece como si gozara de su identidad y diferencia. Pero luego nos dice que el misticismo es la pasión por la unidad, la secreta aspiración del ser humano, y que el problema fundamental es la división o la fractura interior en que vivimos. La novela, de un modo u otro, habla siempre de esto: no es otra cosa que épica del individuo, la construcción de un sujeto, y eso se hace a través, en primer lugar, de la fractura y, a continuación, de la nostalgia de la unidad. Desde la identidad, como fogonazo incompleto de un yo en perpetua gestación, solo queda el camino de la incoherencia, que resulta patente durante todas las páginas del libro, y que al final añora la inconsciencia desde nuestra consciencia fragmentada. Es disculpable. Hasta la ciencia, la mística de la materia, anhela esa unidad perdida. Leyendo este libro, lleno de viajes, virajes, aventuras egocéntricas y ascéticas, arrepentimientos, sofismas y paradojas, Giovanni acaba concluyendo, aunque ciertamente mareado, que todo está bien como está.