Rutinas✔️




Mi optimismo es trascendente. Soy más cristiano que nihilista. Mi esperanza en un valor y sentido último es suficiente para que mis abismos se conviertan en jardines de las delicias. Ya no le exijo tanto a la vida. Me quedé sin amigos porque les exigía más de lo que ellos me podían dar. Yo mismo tampoco habría superado la dura prueba.

Hay un columnista de El Mundo, Pedro G. Cuartango, con el que me gustaría tener amistad. Sus escritos rara vez tratan de temas de actualidad y suele ser un recorrido nostálgico de recuerdos y reflexiones personales. Me permito incluir un fragmento del publicado ayer:

ESTA noche ha llovido en Bayona. Al amanecer, la niebla cubría la bahía, de tal suerte que el cielo y el mar se fundían en un color gris apagado. El único sonido que se escuchaba era el graznido de las gaviotas.


Hay en estos días mortecinos un penetrante olor a mar que emborracha el alma como un buen vino. Ese aroma es hipnótico, nos arrastra y hace resonar en nuestro interior reminiscencias del pasado.

A las ocho de la mañana he bajado al paseo marítimo a dar una vuelta. El pueblo no se había despertado todavía, aunque algunos comerciantes limpiaban las puertas de sus establecimientos y se preparaban para abrir.

Me gustan las rutinas de Bayona y las vacaciones sedentarias en las que siempre se hace lo mismo. Y me gustan estos días tristes y frescos que invitan a leer o pasear con paraguas. Son momentos propicios para observar a la gente e intentar adivinar de dónde viene y por qué está aquí.

(...)

A cierta edad cada vez son menos los placeres que nos quedan. Estamos obligados por la naturaleza a una vida ejemplar porque cada vez que hacemos un exceso sufrimos las penosas consecuencias. Pero aun así, un buen arroz con bogavante sigue siendo una tentación irresistible.

Llevo una semana en Galicia y la verdad es que no he hecho nada salvo enfrascarme en la lectura. Me gusta ver pasar las horas sin más quehacer que un libro en las manos. No enciendo la televisión, ni escucho la radio, ni tengo móvil. Aislado de todo, no puedo decir que me sienta feliz, pero por lo menos me he desprendido de los agobios cotidianos y de la prisa.

Vivir despacio, sin mirar al reloj, eso es algo que casi había olvidado y que supone un lujo en las ciudades. Aquí mi único programa es dejar pasar las horas sin propósito alguno, sentado en la terraza desde la que se domina la bahía con las Islas Cíes y la península del Morrazo al fondo.

La belleza de esta vista es tan impresionante que parece un decorado, sobre todo, por las noches cuando miles de luces iluminan el contorno de la costa, rodeada de montañas y bosques de eucaliptos donde uno puede tropezarse con un castro celta. Pero su mayor encanto está en las ruas estrechas y los muros de granito oxidados por la humedad de los que emergen los fantasmas del pasado.

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