La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares


No creo indispensable tomar un sueño por realidad, ni la realidad por locura [...] ¿Quién no desconfiaría de una persona que dijera: Yo y mis compañeros somos apariencia.

La novela está narrada en forma de diario por un fugitivo sin nombre que se esconde en una isla misteriosa. Cree que está desierta, pero pronto aparecen en ella unas personas que parecen no verlo ni oírlo, entre ellas una mujer llamada Faustine, de quien se enamora. Observa a estos extraños visitantes y nota fenómenos inquietantes: los días se repiten, el clima cambia bruscamente, y las personas hacen siempre las mismas acciones. Poco a poco descubre la verdad: las personas son solo proyecciones grabadas por una máquina inventada por un científico llamado Morel. Un aparato capaz de registrar completamente la realidad —imagen, sonido, olor y hasta sensaciones— y reproducirla eternamente, generando una especie de mundo grabado e inmortal. Enamorado de Faustine, el narrador decide entrar en la grabación para unirse a ella, 

Películas como Ex Machina, The Matrix o el episodio “San Junípero”, de Black Mirror retoman la misma pregunta central del libro: ¿Qué pasa cuando lo artificial se vuelve más deseable que lo real? ¿Qué es real si una copia puede parecer perfecta? ¿Si existir es ser percibido, él no existía, pero las proyecciones sí? ¿Cuál de las hipótesis que el protagonista se plantea a lo largo de la novela es falsa?: ¿es un sueño?, ¿está loco?, ¿la máquina de Morel lo explica todo?, ¿está muerto? ¿Cuál era la mejor teoría disponible?

Todas esas hipótesis me interesaron, pero me pareció que Bioy Casares había resuelto de una vez por todas el problema del amor: amar es insistir en la imagen del otro, incluso cuando ya no está, o peor aún, cuando nunca estuvo. Sin embargo, no entendí la obsesión del narrador con la teoría malthusiana.

Contagiado o hipnotizado con el estado de ánimo del protagonista, me propuse vivir durante una semana exactamente igual todos los días, a la manera de los personajes de Morel y como hizo Calamardo en uno de los mejores episodios de Bob Esponja. Pensé que así lograría convertirme en una especie de proyección, una réplica de mí mismo, alguien sin conciencia pero lleno de estilo. 

El primer día desayuné café frío y escribí la frase “La realidad es una costumbre mal aprendida”. Al segundo día, repetí el gesto con entusiasmo irónico: "La realidad es un grupo de metáforas sostenidas por el poder y la costumbre". Al tercero, el café estaba más flojo y la frase menos ingeniosa. Para el cuarto ya sospechaba que no estaba creando nada, sino una rutina de oficinista metafísico. Luego me dediqué a escribir notas sobre la imposibilidad de la comunicación entre seres reales, y pronto comencé a sospechar que era yo quien no estaba del todo vivo. 

 

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