El error de Hobbes y el anarcocomunismo

En Jefes, cabecillas, abusones, de Marvin Harris, observo que una humanidad dividida en pequeños círculos sociales, aldeas o poblados no ha necesitado nunca ningún dirigente. Hobbes yerra cuando dice que la vida anterior al Estado constituía una guerra de todos contra todos, cita que recogió de Plauto, aunque siempre se olvida el matiz fundamental: «Lobo es el hombre para el hombre —y aquí viene el matiz—, cuando desconoce quién es el otro». En este libro, Marvin Harris no entra a considerar cómo eran las relaciones entre los clanes o tribus rivales. Él observa que dentro de cada grupo se manejaron bastante bien sin jefe supremo y la vida transcurrió durante treinta mil años sin necesidad de reyes o primeros ministros. Dentro de estos grupos reducidos, el mundo se conocía íntimamente y los lazos del intercambio recíproco los vinculaban. La mejor manera de prepararse contra momentos adversos consistía en ser generoso. El antropólogo Richard Gould lo expresa así: «Cuanto mayor sea el índice de riesgo, tanto más se comparte». 
     Según el autor, el observador que hubiera contemplado la vida humana al poco de arrancar el despegue cultural habría concluido fácilmente que nuestra especie estaba irremediablemente destinada al igualitarismo. Que un día el mundo iba a verse dividido en aristócratas y plebeyos, amos y esclavos, millonarios y mendigos, le habría parecido algo totalmente contrario a la naturaleza humana. El estudio de la organización social en la prehistoria probablemente indica que existía alguna forma de anarcocomunismo, aunque ello no excluía del todo la existencia de propiedad privada, pues poseían efectos personales tales como armas, ropa, vasijas, adornos y herramientas. También había caraduras, inconformistas y descontentos que intentaban utilizar el sistema en provecho propio a costa de sus compañeros, pero a la larga este tipo de comportamiento acababa siendo castigado. En ocasiones, el cometido de identificar a estos malhechores recaía en un grupo de chamanes que en sus trances adivinatorios se hacían eco de la opinión pública. Los individuos que gozaban de la estima y del apoyo firme de sus familiares no debían temer las acusaciones del chamán, no así los individuos pendencieros y tacaños, más dados a tomar que a ofrecer, o los agresivos e insolentes, que habían de andar con cuidado.
     Como en todas las épocas, había necesidad de amor, aprobación y apoyo emocional. Los mayores esclavos siempre han sido los cabecillas, individuos con una necesidad de aprobación especialmente fuerte, que ansiaban prestigio debido a su necesidad innata de sentirse superiores. Esta propensión es tan poderosa que induce una y otra vez a caer en comportamientos disparatados, despilfarradores y dolorosos. Así, por ejemplo, los objetos suntuarios adquirieron su valor porque eran exponentes de acumulación de riqueza y poder, encarnación y manifestación de la capacidad de unos seres humanos con atributos divinos para hacer cosas divinas. Eran y son patéticos anuncios publicitarios para captar la atención, advertencias que significaban: «Como podéis ver, soy un ser extraordinario, quiéranme».
     Además de la archiconocida teoría contractualista, existe una teoría que defiende una formación mafiosa del Estado, con chantajistas que expropiaban a un campesinado industrioso oprimido, incapaz de negarse a pagar el tributo-chantaje exigido. Los primeros Estados evolucionaron a partir de jefaturas, pero no todas las jefaturas pudieron evolucionar hasta convertirse en Estados. Fue en el Próximo Oriente donde por primera vez una jefatura se convirtió en Estado. Ocurrió en Sumer, entre los años 3500 y 3200 a. C., probablemente porque esta región estaba mejor dotada de gramíneas silvestres y especies salvajes de animales aptas para la domesticación, lo que facilitó el abandono temprano de los modos de subsistencia de caza y recolección en favor de la vida sedentaria en aldeas. 



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