La tiranía de la igualdad, de Axel Kaiser

Decía Nietszche que el socialismo es el fantástico hermano menor del decrépito despotismo, al que pretende suceder, pues desea tal poder estatal como solo el despotismo poseyó. De hecho, va más lejos que cualquier cosa que haya existido en el pasado porque su fin es la aniquilación formal del individuo, al que considera un lujo injustificado de la naturaleza que debe ser mejorado por algún órgano útil de la comunidad general. Silenciosamente se prepara, por lo tanto, para el reino del terror y utiliza la palabra «justicia» como un clavo en la cabeza de las masas poco cultivadas, privándolas totalmente de su capacidad de comprender y proveyéndoles de buena conciencia para el juego maligno que han de jugar.

Esto es lo que buscó el socialismo y por eso condujo inevitablemente a regímenes totalitarios donde todos vivían en la miseria, salvo los líderes del Partido que vivían como príncipes mientras hablaban de la igualdad. El igualitarismo material es profundamente inmoral porque para intentar alcanzarse debe basarse en el uso de la violencia sobre las personas, prohibiéndoles ser lo que son o beneficiarse del ejercicio de su libertad. Resulta curioso que socialistas y comunistas, cuando pueden, se cambien a mejores barrios o compren marcas que muestran estatus para distinguirse.

La idea de un «interés general» opuesto al interés individual, que los igualitaristas defienden, no es algo novedoso. El filósofo francés nacido en Ginebra, Jean-Jacques Rousseau, un precursor del marxismo, del nazismo y de los totalitarismos colectivistas del siglo XX, inventó una fórmula muy parecida a la del «interés general» en su famoso libro El contrato social. En esa obra, Rousseau argumentó que existía algo llamado la «voluntad general» del pueblo, la que se encarnaba en el Estado y que era distinta a la voluntad separada de cada persona que integraba ese mismo pueblo. Según Rousseau, puesto que «la voluntad general» al mismo tiempo comprendía la voluntad y el interés de todos los integrantes del pueblo, esta era infalible: «La voluntad general está siempre en lo correcto y tiende a la ventaja del público», dijo. Es, por supuesto, la clase gobernante la que interpreta esa «voluntad».

El autor crítica la «igualdad en el tener», y no la isonomía o igualdad ante la ley. Y, aunque el estado es necesario, en este contexto, la autoridad no debe ser responsable, con carácter general, de resolver «los problemas de la gente», sino de dejar de estorbar y ser capaz de generar condiciones para que esta resuelva sus propios problemas.





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