Verdad y contemplación
Este lugar no está en ninguna guía, pero todos lo conocemos, un rincón donde el tiempo se contorsiona como una servilleta usada. Pido un cortado con mitad café y mitad duda y me siento en una mesa que cojea, como si el suelo mismo quisiera recordarme que nada está firme. La luz entra oblicua, titubeante, y en el aire flota un olor a tocino viejo y a páginas de libro de convento. Aquí, en este no-lugar, imagino y recuerdo, luego soy. Si estuviera en la mesa de al lado, garabatearía algo sobre la inutilidad de escribir y pediría un vermut. Yo, menos sofisticado, miro el cortado y dejo que las ideas se arremolinen.
“Imagino y recuerdo, luego soy”, escribo en el borde de una servilleta, parafraseando a Descartes y traicionándolo. María Zambrano, en El hombre y lo divino, diría que imaginar es habitar el alma, ese espacio donde lo humano se encuentra con lo imposible. Recordar, en cambio, es un acto de invención: no rescatamos el pasado, lo creamos. En este café, un hombre de traje gastado anota algo en un cuaderno. Luego, aterrado, me percato de que soy yo reflejado en el espejo; quizás recuerda a Jung, que desde algún rincón del inconsciente colectivo, susurraría que esas imágenes son arquetipos, fragmentos de un relato mayor que nos contiene.
Pero imaginar no es solo soñar despierto; es deducir, construir verdades que se rozan con la Verdad Absoluta, aunque nunca la toquen. Gaston Bachelard, en La poética del espacio, hablaba de la imaginación como una fuerza que abre mundos, no como un escape, sino como un método. Yo deduzco cosas: la mujer que lee a Proust en la mesa del fondo subraya frases porque busca una verdad que no está en el libro, sino en ella, diría el Platón del Menón. Evidentemente, nunca he encontrado a nadie en la mesa de un café leyendo a Proust. El camarero tararea una melodía rota que en su cabeza suena bien. Mis imaginaciones, en cambio, son omnicomprensivas, como diría Markus Gabriel, porque no hay un mundo único, sino campos de sentido que se entretejen. La Verdad Absoluta no existe, o eso parece, pero mis verdades imaginadas, el crujido de una silla, el vapor del café, la sombra de un desconocido, son tan reales como este cortado. Kant, desde su esquina trascendental, me miraría con reprobación: “La cosa en sí no se conoce”. Pero en este café, la cosa en sí es lo de menos.
Estas verdades imaginadas son parte de un posibilismo ontológico, una danza entre lo que no sabemos si es y lo que podría ser. Platón, en su República, nos advertía contra las sombras de la caverna, pero ¿y si las sombras fueran el verdadero relato? En este café cavernoso no hay oposición entre la verdad y la ficción. Mesilloux, con su especulación sobre lo que pudo haber sido, diría que la historia no es un hecho, sino una posibilidad. Imagino un mundo donde este café es el centro del universo, donde cada cliente escribe una línea de un libro infinito. Barthes añadiría que el texto no tiene fin, que cada sorbo de café es una posibilidad de encontrar la frase definitiva y cada silencio una pequeña derrota. Este posibilismo no busca certezas, sino aperturas, porque saber es imaginar lo que no se sabe.
Si de verdad estuviera aquí, escribiría que hay que aprender a fracasar con estilo. Yo no escribo, solo anoto fragmentos en servilletas que luego pierdo o tiro. Pero en cada fragmento hay una verdad imaginada. Es el cuaderno público de un contemplador que no publica.
Los recuerdos parecen como si fueran míos. Y al parecerlo, soy. El cortado se enfría, la ciudad murmura afuera, el café se llena de sombras. Dejo unas monedas sobre la mesa. El posavasos sigue sosteniendo el mundo. Salgo. Otro día que no he escrito nada.