Todo se sostiene mientras dure el baile [0.-1]
Me siento en un café de Lisboa, uno de esos rincones que podrían haber sido inventados por Pessoa, con un cuaderno abierto y la vaga sensación de estar persiguiendo un fantasma. Sigo escribiendo sobre mi teoría del relativismo contextualista, esa idea escurridiza que defiende que la verdad o el significado de cualquier afirmación dependen del contexto en que se pronuncia. No es un concepto que se deje atrapar fácilmente. Es como una novela llena de ecos y digresiones, donde cada filósofo que lo aborda parece escribir un capítulo sin saber si pertenece al mismo libro.
Pienso en Ludwig Wittgenstein, un hombre que caminaba por Cambridge como si cargara el peso de las palabras. En sus Investigaciones filosóficas, murmura que el significado no reside en las palabras mismas, sino en los “juegos del lenguaje” donde se deslizan. El contexto lingüístico, social, humano, es el tablero donde las piezas cobran sentido. No era relativista, no del todo, pero dejó la puerta entreabierta para que otros entraran. Lo imagino sonriendo ante esta idea, como si hubiera descrito una biblioteca infinita donde cada libro cambia según quién lo lea.
Luego está Richard Rorty, el neopragmatista que, en Filosofía y el espejo de la naturaleza, parece conversar con un auditorio invisible. Para él, las verdades son hijas de comunidades lingüísticas, de culturas que tejen sus propios relatos. No hay una verdad absoluta, solo historias que se cuentan en un momento dado. Es como si el mundo fuera un manuscrito colectivo, reescrito en cada época. Con su gusto por lo fragmentario, lo compararía con un diario de viaje donde cada parada inventa su propio paisaje.
David Bloor, con su Conocimiento e Imaginario Social, entra en escena como un sociólogo que ha leído demasiadas novelas de detectives. En su mundo, incluso las verdades científicas son criaturas sociales, moldeadas por el contexto cultural e histórico. Lo que llamamos “verdad” no es más que un acuerdo temporal, un murmullo colectivo. Hay algo inquietante en esto, como caminar por un museo donde las etiquetas de los cuadros cambian según quién las mire.
Nelson Goodman, en Maneras de hacer mundos, propone que la realidad misma depende de los “marcos de referencia” que construimos. No hay un mundo único, sino muchos, cada uno tejido con símbolos y perspectivas. Fascinado por lo múltiple, diría que Goodman escribe como si el universo fuera una antología de cuentos, todos igualmente válidos, todos igualmente frágiles.
Thomas Kuhn, con su Estructura de las revoluciones científicas, aparece como un narrador de grandes relatos históricos. Los paradigmas, dice, dictan lo que consideramos verdadero en un momento dado. No es un relativista puro, pero su idea de que la ciencia danza al ritmo de contextos históricos resuena como una música con una melodía de lo provisional, que se sostiene solo mientras dura el baile.
Hilary Putnam, en su “realismo interno”, explora cómo las verdades dependen de los esquemas conceptuales que habitamos. No abraza el relativismo radical, pero sugiere que la verdad es un huésped de nuestros marcos mentales. Es como si cada uno de nosotros viviera en una novela distinta, y la verdad fuera el título que le ponemos al capítulo.
John MacFarlane y Crispin Wright, más contemporáneos, juegan con la idea de que la verdad en el gusto o en la moral varía según el contexto de quien habla y de quien evalúa. Sus textos son como notas al pie de una obra mayor, apuntes que podría recoger para escribir un ensayo sobre la imposibilidad de concluir nada.
Gilbert Harman, con su relativismo moral, sostiene que las afirmaciones éticas solo tienen sentido dentro de un marco de valores compartidos. En La naturaleza de la moral, parece decir que la ética es un idioma local, incomprensible fuera de su aldea.
Y luego, Michel Foucault, el gran cartógrafo de los discursos, traza en La arqueología del saber cómo el conocimiento y la verdad son hijos del poder y del tiempo. Sus verdades son máscaras que el contexto histórico pone y quita.
Cierro el cuaderno. Este relativismo contextualista no es una teoría, sino un murmullo, una conversación que recorre siglos y que nunca termina. Si estuviera aquí, en Lisboa, quizá diría que es como escribir una novela sabiendo que el final no existe, que cada página es un contexto nuevo, y que la verdad, si la hay, está en seguir escribiendo.