¿Occidente lleva dos siglos en decadencia?


La sempiterna decadencia de Occidente es tema recurrente en el pensamiento filosófico, político y cultural europeo, especialmente desde el siglo XIX. Oswald Spengler (1880-1936) es, quizás, el pensador más emblemático gracias al título de su obra fundamental La decadencia de Occidente (1918-1922), donde propuso una visión cíclica de la historia, asimilando las civilizaciones con organismos vivos que nacen, crecen, maduran y, finalmente, decaen. Calificó a la civilización occidental como "faustiana" por su carácter expansivo y dinámico. Los síntomas de esta decadencia incluían la urbanización masiva, el materialismo, la burocratización y la pérdida de vitalidad cultural. Según él, las grandes culturas producen sus logros más altos en sus fases iniciales, cuando la creatividad y el espíritu colectivo están en su apogeo. Sin embargo, al alcanzar la etapa de "civilización", se vuelven rígidas, mecánicas y dominadas por el racionalismo y el economicismo, perdiendo su capacidad de generar nuevas formas. Veía en el ascenso de las masas y la democracia un signo de esta decadencia. Criticado por su falta de flexibilidad, tuvo una influencia profunda. 

Friedrich Nietzsche (1844-1900) se centró en la crisis de valores que anticipaba el nihilismo. En Así habló Zaratustra y en La genealogía de la moral, proclamó la "muerte de Dios", una metáfora para describir la pérdida de fe en los valores cristianos que habían sustentado la civilización occidental durante siglos. Esta pérdida no era necesariamente negativa, pero sí representaba un gran desafío pues, sin una narrativa trascendental, Occidente corría el riesgo de caer en el nihilismo. Identificó en la moral cristiana y el igualitarismo una forma de decadencia que promovía la mediocridad reprimiendo la vitalidad de los individuos excepcionales (Übermensch). Criticó la cultura de su tiempo por su conformismo, su obsesión con la comodidad y su rechazo al conflicto y la creatividad. La decadencia no era solo un problema estructural, sino existencial: se había perdido la voluntad de poder, la fuerza impulsora de la vida y la creación. La solución pasaría por la revaluación de todos los valores, que los individuos crearan sus propios significados y valores, superando el nihilismo mediante la afirmación de la vida. 

Ortega y Gasset (1883-1955), en La rebelión de las masas (1930), argumentó que el ascenso de las masas, facilitado por el progreso técnico y la democratización, estaba erosionando los fundamentos de la civilización occidental. Para él, la "masa" no se definía por clase social, sino por una mentalidad conformista y carente de exigencia intelectual o moral, una carencia de la capacidad o el interés para sostener los valores de excelencia, esfuerzo y jerarquía, una nivelación cultural, donde lo mediocre predominaba sobre lo excepcional. Además, criticó la falta de liderazgo en las elites, que habían abdicado de su responsabilidad de guiar a la sociedad. No consideraba la decadencia como inevitable, pues dependía de la recuperación de una elite intelectual y moral que inspirara a la sociedad hacia metas elevadas. 

Julius Evola (1898-1974), filósofo italiano asociado con el tradicionalismo, ofreció una visión espiritual de la decadencia de Occidente en obras como Rebelión contra el mundo moderno (1934). La civilización occidental había perdido su conexión con los principios trascendentales y metafísicos que caracterizaban las sociedades tradicionales. La modernidad, con su énfasis en el materialismo, el igualitarismo y el racionalismo, representaba una ruptura con la "Tradición" primordial. Veía en el liberalismo, el socialismo y la democracia manifestaciones de esta decadencia que nivelaban las jerarquías naturales y negaban la dimensión sagrada de la existencia. Propuso una vuelta a los valores tradicionales, basados en la jerarquía, el heroísmo y la espiritualidad. 

Samuel Huntington (1927-2008) abordó la decadencia de Occidente desde una perspectiva geopolítica en su obra El choque de civilizaciones (1996). Tras la Guerra Fría, los conflictos globales se definirían por diferencias culturales y civilizacionales, más que por ideologías políticas o económicas. Para él, Occidente enfrentaba un declive relativo debido al ascenso de otras civilizaciones, como la islámica y la china, así como a tensiones internas derivadas de la inmigración y el multiculturalismo. Occidente no era solo una cuestión de poder económico o militar, sino de cohesión cultural. La erosión de los valores occidentales, como el individualismo, la democracia liberal y el cristianismo, debilitaba su capacidad para enfrentar desafíos externos. La solución era la reafirmación de la identidad occidental y una mayor cooperación entre los países de esta civilización.

Arnold Toynbee (1889-1975), en Estudio de la historia, escribía que las civilizaciones prosperan cuando una "minoría creativa" responde con éxito a los desafíos históricos, pero decaen cuando esta minoría pierde su capacidad de innovación y se convierte en una "minoría dominante" que impone su autoridad por la fuerza, con rigidez cultural, materialismo e incapacidad de adaptarse a nuevos desafíos globales, como el ascenso de otras civilizaciones y las tensiones internas derivadas del secularismo. Creía que Occidente podía revitalizarse si recuperaba una dimensión espiritual y una visión universalista, posiblemente a través de una síntesis de religiones mundiales. Su perspectiva era liberal y humanista, aunque con un fuerte énfasis en los valores espirituales.

Max Weber (1864-1920) culpó a la racionalización, que permitió avances económicos y tecnológicos, pero que también condujo a una "jaula de hierro", una sociedad deshumanizada, dominada por la burocracia, el materialismo y la pérdida de significado espiritual, con el desencantamiento del mundo y la erosión de los valores religiosos y tradicionales. La obsesión por la eficiencia y el cálculo racional sofocaba la creatividad y la libertad individual. 

Edward Gibbon (1737-1794), en Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, aunque centrada en la antigüedad, ha sido interpretada como una reflexión sobre la vulnerabilidad de las civilizaciones, incluida la occidental moderna. La caída de Roma se debió a una combinación de factores como la decadencia moral, la corrupción política, el debilitamiento militar y la influencia del cristianismo, que erosionó los valores cívicos romanos al priorizar la vida espiritual sobre la terrenal. Su énfasis en la pérdida de virtud cívica y la fragilidad de las instituciones aun resuena. 

René Guénon (1886-1951), tradicionalista, abordó en La crisis del mundo moderno y en El reino de la cantidad y los signos de los tiempos que la modernidad occidental representaba una desviación de los principios espirituales universales que caracterizaban las sociedades tradicionales. El materialismo, el racionalismo, el individualismo y la secularización, alejaban a Occidente de la "Tradición primordial". Abogó por un retorno a la espiritualidad tradicional, a menudo a través de tradiciones orientales como el islam o el hinduismo. 

Christopher Lasch (1932-1994), en La cultura del narcisismo argumentó que la sociedad occidental, especialmente en Estados Unidos, había sucumbido a un narcisismo colectivo caracterizado por el individualismo extremo, la obsesión por el consumo y la pérdida de vínculos comunitarios, la burocratización y la erosión de valores tradicionales como la familia y el trabajo, con individuos más preocupados por la gratificación instantánea que por el bien común.

La democracia liberal acoge en su seno a todos sus críticos, les permite expresarse, llorar por el ideal, escribir sobre su nostalgia de absoluto. Todo lo que nunca podrían hacer en la oposición contra un régimen totalitario. La democracia liberal está muy lejos de ser un regimen perfecto. La historia demuestra que los estados totalitarios pueden ser eficientes en algunos aspectos en el corto y medio plazo, pero a la larga terminan sucumbiendo a la falta de libertad y a los caprichos y arbitrariedades del Maduro de turno. El mundo imita a Occidente porque, a pesar de sus grietas, ofrece un modelo funcional de gobernanza, derechos individuales y prosperidad. Desde Asia hasta América Latina, las democracias liberales son el modelo al que aspiran todas las naciones, incluso aquellas que las adaptan con autoritarismo. La cultura occidental, su tecnología, su modo de vida y narrativa de progreso, sigue siendo el estándar global. Occidente decaerá definitivamente cuando su influencia deje de persistir, cuando ya no sea el espejo en el que el mundo se mira. No parece que ello vaya a ocurrir: el mundo se globaliza con los valores occidentales. 

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