Filosofía de la contemplación


La razón titubea cuando el misterio se alza como un horizonte inabarcable. La filosofía se revela como una metafísica especulativa, una ciencia que tantea los confines de lo contemplable. No es la filosofía un mero apéndice de la ciencia, con su afán de certezas mensurables, es al revés, un salto audaz hacia lo que la supera: el ser, su papel, su finalidad, las posibles causas últimas. Es un indagar en el misterio, un abrazar la paradoja de que todo, en su claridad extrema, podría ser mentira. “No lloréis, hijos”, susurra el filósofo, pues en el tejido de la realidad se entretejen verdad y espejismo, y la tarea del pensamiento es transitar en esa ambigüedad.

El realismo ingenuo, con su desafío a las correlaciones humanas que pretenden reducir el mundo a nuestra percepción, nos invita a contemplar la existencia en su radical autonomía. Pero el mundo no es solo lo que pensamos de él; es más, mucho más, un enigma que se desdobla en infinitos pliegues. La filosofía, en este sentido, supera a la ciencia, no por desprecio a sus métodos, sino por su osadía de preguntar lo que la ciencia no puede: ¿qué puedo conocer?, ¿qué debo hacer?, ¿qué puedo esperar?, preguntó Kant. Estas preguntas no buscan respuestas definitivas, sino habitar el misterio con una lucidez que no teme extraviarse, pues solo sabe percibir el desorden añorando el orden en el que cree haber estado.

Y en este extravío, la poesía emerge como aliada. La razón poética de Zambrano, esa conciencia especial de la realidad, no es un adorno, sino una forma de conocimiento, una epistéme que desvela lo que la lógica sola no alcanza. La poesía, con su capacidad de nombrar lo innombrable, de entretejer lo visible y lo invisible, abre la mente a una nueva dimensión. Es el arquetipo del pensamiento que no se somete a la univocidad, que abraza la polisemia esencial del mundo. Como decía Octavio Paz, el poema no explica la realidad, la hace presente, la encarna en un instante de revelación. En la poesía, el misterio no se disuelve, sino que se intensifica y se vuelve habitable.

El arte, en su convergencia con la filosofía, se convierte en un espejo de esta búsqueda. La 'Patafísica, esa “ciencia de las soluciones imaginarias”, esa filosofía de las excepciones propuesta por Alfred Jarry, nos recuerda que el pensamiento no debe ser esclavo de lo útil o lo verificable. El arte, como la filosofía, juega en los márgenes, explora lo absurdo, lo imposible, lo que podría ser. En cada pincelada, en cada armonía, se manifiesta una conciencia que trasciende la mera representación para tocar lo inefable. El artista, como el filósofo, no resuelve el misterio, sino que lo celebra, lo multiplica, lo convierte en material para su acto de creación.

Así, la filosofía, la poesía, la música no pretenden conquistar la verdad, sino cortejarla. El mundo, en su esencia polisémica, se resiste a ser reducido a una sola voz, a una sola certeza. Es un tejido de significados que se cruzan, se contradicen, se iluminan mutuamente. Comprender la dimensión poética de la realidad es aceptar que no hay una sola llave para el enigma, sino infinitas puertas, cada una abierta por un acorde, una idea, un gesto. En este acto de apertura, la mente se expande, no para dominar el misterio, sino para habitarlo con asombro. Se contempla el mundo cuando no es observado como un problema a resolver. 

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