El Baile de las Sombras: Ingrid Drese


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Ingrid Drese es una compositora belga de la que sé algo, o creo saber, porque en este baile de las sombras que es la vida, todo conocimiento es un reflejo, un eco que cambia según el nivel de conciencia que habitamos. Drese, nacida en Amel en 1957, parece ser una de esas artistas que no solo crean, sino que también se mueven entre mundos, entre sonidos, entre silencios, y me pregunto si su música no será, también, un espejo donde se reflejan los niveles de conciencia que tanto me obsesionan: el sensorial-pragmático, el cultural-narrativo, el racional-analítico, el transpersonal-místico.

En el nivel sensorial-pragmático, la música de Drese debe ser, imagino, un impacto directo, una vibración que toca el cuerpo antes que la mente. Ella, que comenzó como pianista formada en el Institut royal supérieur de musique et de pédagogie en Namur, sabe lo que es hacer sonar las teclas, hacer que el aire tiemble con una nota. Sus primeras composiciones, me digo, debieron ser un intento de capturar lo inmediato, lo tangible, como cuando golpeas una tecla y el sonido te atraviesa. Pero Drese no se quedó ahí, porque el piano, aunque hermoso, es solo un comienzo, un eco que pide ser transformado.

En el nivel cultural-narrativo, su música se convierte en un relato, una historia que lleva consigo las huellas de su Bélgica natal, de su vida entre Bruselas y París, de su encuentro con la música acusmática. Estudió con Annette Vande Gorne en el Conservatoire royal de Bruxelles y luego en Mons, donde obtuvo el Prix supérieur en 1998, y se dejó guiar por maestros como François Bayle, Francis Dhomont, Bernard Parmegiani. Su obra, pienso, debe estar impregnada de esa tradición electroacústica belga, de esa manera de contar historias sin palabras, solo con sonidos que evocan paisajes, memorias, emociones que no se nombran pero se sienten. Escucho en mi cabeza —o creo escuchar— piezas como Interstices o Lointain intérieur, títulos que parecen susurrar algo de su propia narrativa, de su búsqueda de lo que está entre las cosas, de lo que se esconde en el interior lejano.

En el nivel racional-analítico, Drese es una constructora de mundos sonoros, una arquitecta que diseña con precisión. Su discografía, que incluye obras como Métamorphoses (2000) y Metharcana (2023), y su participación en festivales de Aix-en-Provence a São Paulo, de Montreal a Viena, muestra una mente que analiza, que experimenta, que deconstruye el sonido para volver a armarlo. Fue profesora de composición acusmática en el Conservatoire royal de Mons, y me la imagino explicando a sus alumnos cómo un sonido puede ser un objeto, cómo puede manipularse, cómo puede convertirse en arte. Pero este nivel, con toda su lógica, no agota lo que Drese hace, porque el arte, como la verdad, siempre se escapa de las definiciones.

Y luego está el nivel transpersonal-místico, donde la música de Drese, sospecho, se vuelve un portal. La música acusmática, con su falta de instrumentos visibles, con su manera de envolver al oyente en un espacio sonoro que no se puede tocar, tiene algo de místico, de trascendental. Pienso en su colaboración con el astrofísico Marc Moniez para Treize virgule huit, presentada en el Musée Curie en 2021, una obra que parece mirar al cosmos, al origen del universo, a ese 13.8 mil millones de años que nos separan del Big Bang. En este nivel, la música de Drese no es solo sonido, sino una experiencia que conecta con lo que está más allá de nosotros, con lo que no podemos nombrar pero sí sentir, como un eco del infinito.

Drese, me digo, mientras el café sigue frío y la ventana sigue reflejándome, es una bailarina en el Baile de las Sombras. Su música se mueve entre estos niveles de conciencia, a veces tocando lo inmediato, a veces narrando una historia cultural, a veces analizando el sonido con precisión científica, a veces elevándose hacia lo místico. Y nosotros, los que escuchamos, también bailamos con ella, fluctuando entre lo que sentimos, lo que entendemos y lo que intuimos. Su obra, premiada en concursos como el Noroit-Léonce Petitot y el Métamorphoses Biennial, y tocada en tantos rincones del mundo, es un recordatorio de que el arte, como la verdad, es un reflejo que cambia con cada mirada, un sonido que resuena de manera distinta en cada alma.

Tal vez Drese no sepa que su música encaja tan bien en esta teoría que he llamado El Baile de las Sombras, o tal vez sí, y por eso sus composiciones parecen tan vivas, tan esquivas. Mientras lo pienso, me pregunto si alguna vez la escucharé de verdad, o si seguiré imaginándola, como imagino este café, esta ventana, este mundo que no deja de girar, ajeno a los nombres que le ponemos a nuestras sombras.






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