Platón y Hegel
La filosofía es un diálogo incesante entre las mentes más destacadas, no siempre brillantes, de la humanidad. Muchas veces, un diálogo de sordos que no querían saber nada de sus predecesores. Platón y Hegel emergen como dos colosos –más el primero que el segundo– que parecen mirarse desde la distancia, reflejando ideas que resuenan con afinidad. Sus sistemas filosóficos, aunque distintos en forma y propósito, comparten un espíritu común, el anhelo por comprender lo universal a través de lo particular, lo eterno a través de lo efímero. Así, la dialéctica trata de excavar en las profundidades de la contradicción para encontrar la verdad. Para Platón, es el camino hacia las Ideas, esos arquetipos perfectos de sentido. Hegel, por su parte, toma esta herramienta y la convierte en un proceso dinámico, una danza entre tesis, antítesis y síntesis, donde cada paso es un avance hacia el Absoluto. Si Platón veía en la dialéctica una escalera hacia lo eterno, Hegel la transforma en un río que fluye a través del tiempo. Platón nos invita a mirar más allá de las sombras de la caverna para descubrir las Ideas universales que subyacen a los objetos particulares. Hegel nos muestra cómo lo universal no está separado de lo particular, sino que se despliega en un proceso histórico. Sus filosofías son como dos espejos enfrentados: uno refleja lo eterno en lo inmutable; el otro ve lo eterno desplegándose en el cambio. Una visión especulativa que rechaza un mundo fragmentado en favor de un todo interconectado: el reino de las Ideas, para Platón; el Espíritu Absoluto, para Hegel, que se realiza a través del devenir histórico. En ambos casos, una fe subsiste detrás del caos aparente, una armonía que nos espera. Dos viajeros que recorren caminos distintos hacia una misma cima. Uno asciende con los ojos puestos en el cielo; el otro avanza observando las huellas del pasado como guías de cada paso hacia adelante. En ellos encontramos no solo filosofía, sino también poesía: esa capacidad de ver más allá de los límites inmediatos y vislumbrar un horizonte donde todo cobraría por fin sentido. Pero Platón escribía muy bien; Hegel, rematadamente mal.