Me despierto a las siete y media. Tomo dos tazas de café. Consulto mi agenda, ese organizador de incumplimientos futuros que deja en evidencia a inconstantes, a impuntuales y a ladrones de guante blanco. No me preocupo, la mía hoy está en blanco.
   Ayer volví a ver El tercer hombre, con su lamentable banda sonora machacona de una cítara que no viene a cuento. De hecho lo mejor de la película ocurre cuando la música cesa dentro del templo subterráneo de las cloacas vienesas. Se me había olvidado que la escena final es inmejorable.
   Leo los titulares de los periódicos entre bostezos. Los leo para no parecer un tipo raro y para no hacer el ridículo. El País me produce pena y risa, ya no me indigno.  
   —Seguro que hay una palabra alemana que defina esa sensación —me dice Lisa.
   Curioseando en la hemeroteca de ABC, me da por pensar que cuando miro al pasado contemplo que está condensado en una larga serie de casualidades que flotan en un mar de causalidades. Convendría mirar al futuro con esa misma óptica.
   Ahora los años me parecen meses. Desde el punto de vista protagórico, mi experiencia personal me indica que un año es un periodo de tiempo que cada vez pasa más rápido; por lo tanto, esto demuestra que la Tierra gira cada vez más rápidamente alrededor del Sol. Si no es así, Platón llevaba razón.
   Ayer terminé de leer Serotonina. Houellebecq ya ha dicho todo lo que tenía que decir —que fuera interesante—. Sus últimas novelas son malas. Uno menos. Menos mal que me queda la obra completa del inagotable Papini, Levrero, los diarios de Piglia o Murakami. Sigo buscando entre la hojarasca, pero salvo algún aforismo genial de José Luis Morante o la lucidez bloguera de Gregorio Luri, solo encuentro cháchara que únicamente excreto con la lectura en diagonal.
   —Cuando pareció que habías aprendido lo que es el dolor, aceptaste con gusto la muerte, igual que aceptaste antes la juventud —me dijo ayer Giovanni.
   A veces, pienso, la juventud se me aparece como una época de la vida en la que predomina la estupidez y la soberbia porque todavía el prisionero se cree libre para cambiar a un amo pétreo e incólume al que no ha sabido aún identificar.
   —Dejad de envidiar el espíritu joven, cuando lo que en verdad envidiáis es su cuerpo.
   La memoria hace literatura con ese desván de buenos recuerdos seleccionados. En ocasiones, la memoria poetiza un tiempo imaginario y convierte nuestra juventud en una obra de arte.



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